Page 124 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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número  de  vikingos?  Son  hombres  pequeños…  sus  armaduras  son  pobres.

               Pero…
                    Le asaltó otro pensamiento. ¿Por qué los desconocidos no se dispersaron y
               huyeron, escondiéndose en los bosques? Creía conocer la respuesta. Allí, en
               el  mismo  centro  del  círculo  silencioso,  había  una  cosa  extraña.  Era  una

               estatua hecha de alguna sustancia oscura que tenía la forma de un hombre.
               Era de unos cinco pies de largo, o de alto, y estaba tallada con tal apariencia
               de  vida  que  hizo  que  Turlogh  se  sobresaltara.  Medio  tapándola  yacía  el
               cadáver de un anciano, acuchillado hasta casi perder toda semblanza humana.

               Un brazo delgado se agarraba a la figura; el otro estaba estirado y aferraba
               con una mano un puñal de pedernal hundido hasta la empuñadura en el pecho
               de un danés. Turlogh observó las terribles heridas que desfiguraban a todos
               los  hombres  morenos.  Había  costado  matarlos;  habían  luchado  hasta  que

               literalmente los hicieron pedazos, y al morir, habían dado muerte a quienes
               les mataban. Eso le mostraban a Turlogh sus ojos. En las caras muertas de los
               morenos desconocidos se percibía una desesperación terrible. Observó cómo
               sus manos muertas seguían apretando las barbas de sus enemigos. Uno yacía

               bajo  el  cuerpo  de  un  enorme  danés,  y  en  este  danés  Turlogh  no  distinguió
               ninguna herida; hasta que miró más de cerca y vio que los dientes del hombre
               moreno estaban hundidos, como los de una bestia, en la ancha garganta del
               otro.

                    Se inclinó y sacó la figura de entre los cadáveres. El brazo del anciano
               estaba cerrado sobre ella, y se vio obligado a tirar con todas sus fuerzas. Era
               como si, incluso en la muerte, el viejo se aferrara a su tesoro; pues Turlogh
               intuía que era por aquella imagen por lo que los hombrecillos morenos habían

               muerto. Podrían haberse dispersado y eludido a sus enemigos, pero eso habría
               significado  entregar  la  imagen.  Eligieron  morir  a  su  lado.  Turlogh  agitó  la
               cabeza; su odio hacia los nórdicos, hacia su herencia de crímenes e injusticias,
               era una cosa ardiente, viva, casi una obsesión, que en ocasiones le llevaba al

               borde de la locura. En su feroz corazón no había sitio para la piedad; la visión
               de aquellos daneses, muertos a sus pies, le llenaba de una satisfacción salvaje.
               Pero aquí, en estos silenciosos hombres muertos, sentía una pasión mayor que
               la suya. Aquí había algún impulso más profundo que su odio. Sí… y también

               más antiguo. Aquellos hombrecillos le parecían muy viejos, no viejos en la
               forma en que lo son los individuos, sino viejos en la forma en que lo es una
               raza. Incluso sus cadáveres exudaban el aura intangible de lo primigenio. Y la
               imagen…







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