Page 112 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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cubrió la fría piedra de feroces besos ardientes, como en una frenética y atroz

               adoración.
                    El fantástico sacerdote dio un salto enorme, desechando las enrojecidas
               varas, y los adoradores, aullando con espumarajos en la boca, se atacaron los
               unos a los otros con dientes y uñas, desgarrándose las vestimentas y la carne

               con la pasión ciega de la bestialidad. El sacerdote recogió al niño con su largo
               brazo, y gritando de nuevo ese Nombre, arrojó el bebé lloriqueante al aire y
               aplastó su cabeza contra el monolito, dejando una espantosa mancha sobre la
               negra  superficie.  Horrorizado,  vi  cómo  abría  el  cuerpecito  con  sus  brutales

               dedos  desnudos  y  cómo  lanzaba  puñados  de  sangre  contra  la  columna.
               Después, arrojó el cadáver enrojecido y despedazado al brasero, extinguiendo
               la llama y el humo bajo una lluvia carmesí, mientras los brutos enloquecidos
               aullaban  una  y  otra  vez  el  Nombre.  Repentinamente,  todos  se  postraron,

               retorciéndose  como  serpientes,  mientras  el  sacerdote  abría  sus  manos
               sanguinolentas como en señal de triunfo. Abrí al boca para gritar mi horror y
               mi aborrecimiento, pero sólo emití un seco castañeteo. ¡Una cosa monstruosa
               y enorme con forma de sapo se agazapaba en lo alto del monolito!

                    Vi su perfil hinchado y repulsivo contra la luz de la luna, y sobresaliendo
               en lo que habría correspondido al rostro de una criatura natural, sus enormes
               ojos  parpadeantes  que  reflejaban  toda  la  lujuria,  la  codicia  abismal,  la
               crueldad obscena y la maldad monstruosa que ha acechado a los hijos de los

               hombres desde que sus antepasados se agitaban ciegos y sin pelo en las copas
               de  los  árboles.  En  aquellos  ojos  espantosos  se  reflejaban  todas  las  cosas
               execrables y todos los secretos viles que duermen en las ciudades bajo el mar,
               y que se esconden de la luz del día en la negrura de las cavernas primordiales.

               Y así, esa cosa aborrecible que el atroz ritual, el sadismo y la sangre habían
               convocado desde el silencio de las colinas, pestañeó y miró impúdicamente a
               sus  bestiales  adoradores,  que  se  arrastraron  en  detestable  humillación  ante
               ella.

                    Entonces,  el  sacerdote  de  la  máscara  bestial  levantó  con  sus  manos
               brutales a la muchacha atada que se agitaba débilmente y la ofreció al horror
               del monolito. Y mientras la monstruosidad se relamía, lujuriosa y babeante,
               algo cedió en mi cerebro y caí piadosamente desmayado.

                    Abrí los ojos en un amanecer blanco y silencioso. Todos los sucesos de la
               noche  volvieron  a  mi  cabeza  y  me  levanté  de  un  salto,  y  luego  miré  a  mi
               alrededor  con  asombro.  El  monolito  se  erguía  adusto  y  silencioso  sobre  la
               hierba que se ondulaba, verde y sin pisotear, bajo la brisa de la mañana. Unos

               pocos pasos me llevaron al otro lado del claro; aquí habían saltado y brincado




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