Page 110 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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olvidados incluso para esta región atrasada. Sin duda, pensé, se trataba de
aldeanos que habían venido para celebrar alguna especie de fantástico
cónclave. Pero otra mirada me dijo que esta gente no era el pueblo de
Stregoicavar. Pertenecían a una raza más baja y achaparrada, de frente más
estrecha, de rostros más anchos y embotados. Algunos tenían rasgos eslavos o
magiares, pero esos rasgos estaban degradados como si fueran resultado de
haberse mezclado con alguna estirpe extraña y más vil que no pude clasificar.
Muchos llevaban pieles de bestias salvajes, y su apariencia general, tanto la
de los hombres como la de las mujeres, era de una brutalidad sensual. Me
aterrorizaban y me repelían, pero no me prestaban atención. Estaban
formados en un gran semicírculo enfrente del monolito, y emprendieron una
especie de cántico, agitando los brazos al unísono y entretejiendo sus cuerpos
rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos estaban fijos en lo alto de
la Piedra que parecían estar invocando. Pero lo más extraño de todo era lo
apagado de sus voces; a menos de cincuenta metros de mí, cientos de
hombres y mujeres levantaban inequívocamente la voz en un cántico salvaje,
pero esas voces me llegaban como un débil murmullo indistinguible que
parecía proceder de un punto muy remoto en el espacio… o en el tiempo.
Delante del monolito se erigía una especie de brasero del cual se elevaba
ondulante un humo amarillento, vil y nauseabundo, que se arremolinaba de
forma curiosa en una espiral alrededor de la negra columna, como una
serpiente enorme y movediza.
A un lado del brasero yacían dos figuras. Una muchacha, completamente
desnuda y atada de pies y manos, y un niño, que aparentaba apenas unos
meses de edad. Al otro lado del brasero se acuclillaba una espantosa bruja con
una especie de raro tambor negro sobre su regazo; este tambor lo golpeaba
con golpes lentos y ligeros de las palmas abiertas, pero yo no podía oír el
sonido.
El ritmo de los cuerpos que se agitaban se hizo más rápido, y al espacio
que había entre la gente y el monolito saltó una joven desnuda de ojos
incandescentes y largo pelo negro suelto. Girando de forma mareante sobre la
punta de los dedos, cruzó el espacio abierto y cayó postrada ante la Piedra,
donde quedó inmóvil. Al momento siguiente una figura fantástica la siguió:
un hombre de cuya cintura colgaba una piel de macho cabrío, y cuyos rasgos
estaban cubiertos en su totalidad por una especie de máscara hecha con la
cabeza de un enorme lobo, de manera que parecía un monstruoso ser de
pesadilla, horriblemente compuesto de elementos tanto humanos como
bestiales. En la mano llevaba un puñado de largas varas de abeto unidas por el
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