Page 204 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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vaquera, o las llanuras abiertas. El francotirador apostado entre el laurel se

               convertía  allí  en  el  estruendo  a  corta  distancia  de  los  revólveres  y  las
               escopetas de cañón recortado, que resolvían el asunto rápidamente, de una u
               otra forma.
                    El  caso  de  Cal  Reynolds  y  Esau  Brill  era  algo  fuera  de  lo  normal.  En

               primer  lugar,  la  enemistad  les  concernía  sólo  a  ellos  dos.  Ni  amigos  ni
               parientes  se  habían  visto  arrastrados  por  ella.  Nadie,  ni  siquiera  los
               implicados, sabía cómo había empezado. Cal Reynolds sólo sabía que había
               odiado a Esau Brill la mayor parte de su vida, y que Brill le correspondía. Una

               vez, de jóvenes, habían chocado con la violencia y la intensidad de pumas
               rivales. De aquel encuentro, Reynolds se llevó una cicatriz de cuchillo que
               recorría sus costillas, y Brill un ojo permanentemente disminuido. No había
               decidido  nada.  Habían  luchado  hasta  llegar  a  un  sangriento  y  asfixiante

               empate, y ninguno había sentido el deseo de «estrechar las manos y hacer las
               paces». Esa es una hipocresía que se desarrolla en la civilización, donde los
               hombres no tienen agallas para luchar a muerte. Después de que un hombre
               ha sentido el cuchillo de su adversario rechinar contra sus huesos, el pulgar de

               su adversario excavando en sus ojos, los tacones de su adversario estampados
               en su boca, no siente grandes deseos de perdonar y olvidar, sin que eso le
               reste ninguna validez al argumento.
                    Así que Reynolds y Brill continuaron con su odio mutuo durante la edad

               adulta,  y  como  cowboys  que  trabajaban  para  ranchos  rivales,  tuvieron
               numerosas oportunidades de proseguir con su guerra privada. Reynolds robó
               ganado  del  jefe  de  Brill,  y  Brill  le  devolvió  el  cumplido.  Cada  uno  se
               enfurecía con las tácticas del otro, y se consideraba justificado en su deseo de

               eliminar a su enemigo por cualquier medio posible. Brill pescó a Reynolds sin
               su arma una noche en un saloon en Cow Wells, ¡y sólo una ignominiosa huida
               por la puerta trasera, con las balas ladrando a sus talones, salvó el pellejo de
               Reynolds!

                    En otra ocasión Reynolds, tumbado en el chaparral, derribó limpiamente a
               su enemigo de la silla de montar a quinientas yardas con una posta del 30-30,
               y de no ser por la inoportuna aparición de un coche de línea, la enemistad
               habría  acabado  allí,  pero  Reynolds  decidió,  ante  la  intervención  de  este

               testigo,  renunciar  a  su  intención  original  de  abandonar  su  escondrijo  y
               espachurrar los sesos con la culata de su rifle al hombre herido.
                    Brill se recuperó de su herida, al tener la vitalidad de un toro cornilargo,
               que era común a toda su estirpe curtida por el sol y de nervios de acero, y tan

               pronto volvió a caminar, salió a buscar al hombre que le había acechado.




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