Page 208 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Cal  Reynolds  se  levantó,  dejando  el  rifle  donde  estaba.  Las  colinas

               cubiertas de hierba alta ondulaban difusas e indistinguibles ante su mirada.
               Incluso  el  cielo  y  el  sol  ardiente  tenían  un  aspecto  irreal  y  brumoso.  Pero
               sentía una satisfacción salvaje en el alma. La larga enemistad por fin había
               terminado, y hubiera o no recibido una herida mortal él mismo, había enviado

               a Esau Brill a abrir el camino hacia el infierno delante de él.
                    Entonces  se  sorprendió  violentamente  cuando  su  mirada  se  posó  en  el
               lugar  donde  había  caído  rodando  después  de  que  Esau  Brill  le  alcanzara.
               Abrió  los  ojos  como  platos;  ¿acaso  le  engañaba  la  vista?  Más  allá,  en  la

               hierba,  Esau  Brill  yacía  muerto…  pero  apenas  a  unos  pies  de  distancia  se
               estiraba otro cuerpo.
                    Rígido  por  la  sorpresa,  Reynolds  miró  la  figura  delgada,  tirada
               grotescamente junto a las piedras. Estaba parcialmente de costado, como si

               hubiera  sido  arrojada  allí  por  un  furioso  espasmo,  los  brazos  estirados,  los
               dedos retorcidos como si intentaran agarrar algo ciegamente. El pelo corto y
               rojizo estaba salpicado de sangre, y de un espeluznante agujero en la sien se
               derramaban sus sesos. De una esquina de la boca rezumaba un fino reguero de

               jugo de tabaco que manchaba el pañuelo polvoriento.
                    Mientras  miraba,  el  espantoso  parecido  se  hizo  evidente.  Conocía  el
               aspecto de aquellas pulseras brillantes de cuero; conocía con terrible certeza
               qué manos habían abrochado aquel cinto; el sabor del jugo de tabaco todavía

               persistía en su paladar.
                    En  un  breve  y  aniquilador  instante  supo  que  estaba  mirando  su  propio
               cuerpo sin vida. Y con ese conocimiento llegó el verdadero olvido.




































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