Page 205 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Por fin, después de todos aquellos ataques y refriegas, los enemigos se
enfrentaban el uno al otro a tiro de rifle, entre las colinas solitarias donde era
improbable que se produjera una interrupción.
Durante más de una hora habían permanecido tumbados entre las rocas,
disparándose a cada atisbo de movimiento. Ninguno había hecho blanco,
aunque los 30-30 silbaban peligrosamente próximos.
En las sienes de Reynolds, una leve palpitación martilleaba
enloquecedoramente. El sol le caía directamente encima y tenía la cabeza
empapada en sudor. Los mosquitos se le arremolinaban alrededor de la cara y
le entraban en los ojos, y él maldecía venenosamente. Tenía el pelo húmedo
pegado al pellejo; los ojos le ardían con el fulgor del sol, y el cañón del rifle
estaba caliente en su mano callosa. Su pierna derecha se estaba quedando
entumecida y la movía cautelosamente, maldiciendo el tintineo de la espuela,
aunque sabía que Brill no podía oírlo. Su incomodidad añadía combustible al
fuego de su cólera. Sin ningún proceso racional consciente, atribuyó todo
aquel sufrimiento a su enemigo. El sol golpeaba deslumbrante su sombrero, y
sus pensamientos estaban ligeramente confusos. Hacía más calor que en la
caldera del infierno, entre aquellas rocas desnudas. Su lengua seca acariciaba
sus labios cocidos.
Por encima del desorden de su cerebro, ardía su odio hacia Esau Brill. Se
había convertido en algo más que una emoción: era una obsesión, un íncubo
monstruoso. Cuando se encogió por el estampido del rifle de Brill, no fue por
temor a la muerte, sino porque la idea de morir a manos de su enemigo era un
horror intolerable que hacía que su cerebro se agitara con frenesí. Habría
entregado su vida sin pensárselo, si con eso consiguiera enviar a Brill a la
eternidad apenas tres segundos delante de él.
Él no analizaba aquellos sentimientos. Los hombres que viven de sus
manos tienen poco tiempo para el autoanálisis. No era más consciente de la
cualidad de su odio hacia Esau Brill que era consciente de sus manos y pies.
Formaba parte de él, y más que parte: le envolvía, le engullía; su mente y su
cuerpo no eran más que sus manifestaciones materiales. El era el odio;
constituía su alma y espíritu completos. Sin las trabas que suponen los
grilletes anquilosados y enervantes de la sofisticación y la intelectualidad, sus
instintos se elevaban crudos desde el primitivo desnudo. Y a partir de ellos
cristalizaba una abstracción casi tangible; un odio demasiado fuerte para que
ni siquiera la muerte lo destruyera; un odio lo bastante poderoso para
encarnarse en sí mismo, sin la ayuda de la necesidad de subsistencia material.
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