Page 206 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Puede que durante un cuarto de hora, ninguno de los dos rifles hablara.

               Intuyendo la muerte como serpientes de cascabel enroscadas entre las rocas
               que absorben veneno de los rayos del sol, los rivales permanecían tumbados,
               cada uno esperando su oportunidad, jugando al juego de la resistencia hasta
               que los nervios tensos del uno o del otro estallaran.

                    Fue Esau Brill quien saltó. No es que su hundimiento tomase la forma de
               ninguna  locura  salvaje  o  de  una  explosión  nerviosa.  Los  sigilosos  instintos
               salvajes  que  poseía  eran  demasiado  fuertes  para  eso.  Pero  repentinamente,
               con  una  maldición  aullada,  se  alzó  sobre  el  codo  y  disparó  ciegamente  al

               montón de piedras que ocultaba a su enemigo. Sólo la parte superior de su
               brazo y la esquina de su hombro vestido con camisa azul fueron visibles por
               un instante. Fue suficiente. En ese segundo Cal Reynolds apretó el gatillo, y
               un espantoso chillido le dijo que su bala había alcanzado su objetivo. Y con el

               dolor animal de aquel chillido, la razón y los instintos de toda una vida fueron
               barridos  por  una  oleada  enfermiza  de  alegría  terrible.  No  lanzó  un  alarido
               exultante  y  se  puso  en  pie  de  un  salto;  pero  sus  dientes  asomaron  en  una
               sonrisa  de  lobo  e  involuntariamente  levantó  la  cabeza.  El  instinto  que

               despertaba  volvía  a  impulsarle.  Fue  la  casualidad  lo  que  acabó  con  él.
               Mientras volvía a esconderse, el disparo de respuesta de Brill restalló.
                    Cal  Reynolds  no  lo  oyó,  porque,  simultáneamente  a  aquel  sonido,  algo
               explotó  en  su  cráneo,  lanzándole  a  la  más  completa  negrura,  salpicada

               brevemente de chispas rojas.
                    La negrura fue sólo momentánea. Cal Reynolds miró salvajemente a su
               alrededor,  comprendiendo  con  sorpresa  aterrorizada  que  estaba  tumbado  al
               descubierto. El impacto del disparo le había enviado rodando entre las rocas,

               y en ese rápido instante comprendió que no había sido un disparo directo. El
               azar había enviado la bala de refilón desde una piedra, según parecía para dar
               un golpecito rápido a su cuero cabelludo al pasar. Aquello no tenía mucha
               importancia. Lo que sí era importante era que estaba tumbado a plena vista,

               donde Esau Brill podía llenarle de plomo. Una mirada salvaje mostró su rifle
               tirado cerca. Había caído sobre una piedra y tenía la culata contra el suelo, el
               cañón mirando hacia arriba. Otra mirada mostró a su enemigo en pie entre las
               piedras que le habían ocultado.

                    En aquella única mirada Cal Reynolds captó los detalles de la figura alta y
               delgada: los pantalones manchados doblándose bajo el peso del revólver en su
               cartuchera,  las  piernas  metidas  en  las  botas  de  cuero  gastado;  el  chorro
               carmesí sobre el hombro de la camisa azul, que estaba pegada al cuerpo con

               sudor;  el  pelo  negro  desarreglado,  del  cual  se  derramaba  la  transpiración




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