Page 200 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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una  luz  espectral,  y  Bran  supo  que  alguien,  probablemente  Atla,  lo  había

               frotado con fósforo de algún pantano lóbrego o de algún cenagal.
                    Avanzó  y,  retirando  la  capa  de  alrededor  de  la  Piedra,  arrojó  la  cosa
               maldita sobre el altar.
                    —He cumplido mi parte del trato —rugió.

                    —Y Ellos la suya —replicó ella—. ¡Mira! ¡Aquí llegan!
                    Se dio la vuelta, llevándose la mano instintivamente a la espada. Fuera del
               Anillo, el gran caballo gritó salvajemente y retrocedió contra sus ataduras. El
               viento nocturno gimió a través de la hierba ondulante y un siseo repugnante y

               suave  se  mezcló  con  él.  Entre  los  menhires  fluía  una  marea  oscura  de
               sombras,  volátil  y  caótica.  El  Anillo  se  llenó  de  ojos  resplandecientes  que
               flotaban sobre el círculo tenue e ilusorio de la iluminación proyectada por el
               altar fosforescente. En algún lugar de la oscuridad una voz humana se rio con

               disimulo y farfulló estúpidamente. Bran se puso rígido, con las sombras del
               horror aferrándose a su alma.
                    Forzó  la  vista,  intentando  distinguir  las  figuras  de  los  que  le  rodeaban.
               Pero sólo atisbo masas ondulantes de sombras que se hinchaban y retorcían y

               que se revolvían con una consistencia casi fluida.
                    —¡Que cumplan con su trato! —exclamó furioso.
                    —¡Entonces mira, oh rey! —gritó Atla con una voz de desgarradora burla.


                    Hubo una agitación, un hormigueo en las sombras ondulantes, y desde la
               oscuridad  se  arrastró,  como  un  animal  cuadrúpedo,  una  figura  humana  que

               cayó y se revolcó a los pies de Bran y se contorsionó y gimió, y levantando
               algo  parecido  a  una  calavera,  aulló  como  un  perro  moribundo.  Bajo  la  luz
               espectral,  Bran,  conmovido,  vio  los  ojos  vacíos  y  vidriosos,  los  rasgos

               exánimes, los labios retorcidos y cubiertos de espuma por la pura demencia…
               Dioses, ¿era este Tito Sula, el orgulloso señor de la vida y la muerte en la
               orgullosa ciudad de Eboracum?
                    Bran desenfundó su espada.
                    —Había pensado en darte este golpe por venganza —dijo sombrío—. Te

               lo doy por piedad. ¡Vale Caesar!
                    El acero relampagueó bajo la estremecedora luz y la cabeza de Sula rodó
               hasta  el  pie  del  altar  resplandeciente,  donde  quedó  mirando  al  cielo

               oscurecido.
                    —¡No  le  hicieron  daño!  —la  odiosa  risa  de  Atla  desgarró  el  silencio
               enfermizo—.  ¡Fue  lo  que  vio  y  lo  que  llegó  a  conocer  lo  que  destruyó  su
               cerebro!  Como  todos  los  de  su  raza  de  pies  pesados,  no  sabía  nada  de  los





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