Page 196 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
P. 196

—Lo entienden —dijo Atla—. Lleva la Piedra Negra al Anillo de Dagón

               mañana por la noche cuando la tierra esté velada por la negrura que anticipa
               el alba. Deja la Piedra sobre el altar. Allí te entregarán a Tito Sula. Confía en
               Ellos; no han interferido en los asuntos humanos durante muchos siglos, pero
               mantendrán su palabra.

                    Bran asintió y, volviéndose, ascendió por las escaleras con Atla muy cerca
               de él. En lo alto, se volvió y miró hacia abajo una vez más. Hasta donde podía
               ver,  flotaba  un  resplandeciente  océano  de  amarillos  ojos  rasgados  que
               miraban  hacia  arriba.  Pero  los  dueños  de  esos  ojos  se  mantenían

               cautelosamente más allá del pálido círculo de la luz de la antorcha y no podía
               ver  nada  de  sus  cuerpos.  Su  grave  idioma  siseante  ascendió  hasta  él,  y  se
               estremeció  cuando  su  imaginación  visualizó,  no  un  tropel  de  criaturas
               bípedas, sino una miríada de serpientes apiñadas y oscilantes, mirándole con

               sus ojos resplandecientes, que no pestañeaban.
                    Se izó hasta la cueva superior y Atla volvió a colocar la piedra en su sitio.
               Encajaba en la entrada del pozo con increíble precisión; Bran fue incapaz de
               discernir ninguna grieta en el suelo aparentemente sólido de la cueva. Atla

               hizo un gesto para extinguir la antorcha pero el rey la detuvo.
                    —Déjala así hasta que hayamos salido de la cueva —gruñó—. Podríamos
               tropezar con una víbora en la oscuridad.
                    La  risa  dulcemente  repugnante  de  Atla  se  elevó  enloquecedora  en  la

               penumbra parpadeante.


                                                            6


                    No  fue  mucho  después  del  anochecer  cuando  Bran  volvió  a  la  orilla
               cubierta de juncos del Lago de Dagón. Dejando la capa y el cinto de la espada
               en el suelo, se quitó los cortos calzones de cuero. Después, sujetando el puñal

               desnudo entre los dientes, se metió en el agua con la suave facilidad de una
               foca al zambullirse. Nadando con energía, llegó al centro del pequeño lago, y
               volviéndose, se sumergió de cabeza.
                    El lago era más profundo de lo que había pensado. Parecía que nunca iba
               a alcanzar el fondo, y cuando lo hizo, sus manos tanteantes no encontraron lo

               que buscaba. Un rugido en sus oídos le advirtió, y ascendió a la superficie.
                    Tomando una profunda bocanada de aire fresco, volvió a sumergirse, y
               una  vez  más  su  búsqueda  fue  infructuosa.  Una  tercera  vez  registró  las

               profundidades, y en esta ocasión sus manos encontraron un objeto familiar en
               el sedimento del fondo. Agarrándolo, ascendió a la superficie.





                                                      Página 196
   191   192   193   194   195   196   197   198   199   200   201