Page 193 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
P. 193

invasores celtas y romanos eran extranjeros en esta antigua isla comparados

               con su pueblo. Pero también los de su raza habían sido invasores, y había una
               raza más antigua que la suya, una raza cuyos inicios se perdían ocultos más
               allá del oscuro olvido de la antigüedad.
                    Delante de ellos se cernía una cordillera de colinas bajas, que formaba el

               extremo oriental de aquellas cadenas perdidas que en la lejanía iban creciendo
               hasta convertirse en las montañas de Gales. La mujer abría el paso por lo que
               podía haber sido un camino de ovejas, y se detuvo ante una cueva amplia y
               negra.

                    —¡Una puerta que comunica con aquellos que buscas, oh rey! —su risa
               sonó repugnante en la penumbra— ¿Te atreves a entrar?
                    Él la agarró con fuerza por los rizos enredados y la agitó salvajemente.
                    —Pregúntame una sola vez más si me atrevo —rechinó— ¡y tu cabeza y

               tus hombros seguirán por caminos separados! Abre el paso.
                    Su  risa  era  como  un  dulce  y  mortífero  veneno.  Entraron  en  la  cueva  y
               Bran  entrechocó  pedernal  y  acero.  El  parpadeo  de  la  yesca  le  mostró  una
               cueva amplia y polvorienta, de cuyo techo colgaban racimos de murciélagos.

               Encendiendo una antorcha, la levantó y examinó los sombríos rincones, sin
               ver nada más que polvo y espacio vacío.
                    —¿Dónde están Ellos? —rugió.
                    Le llamó con señas hacia el fondo de la cueva y se inclinó contra la áspera

               pared,  como  de  forma  casual.  Pero  los  agudos  ojos  del  rey  captaron  el
               movimiento  de  su  mano  apretando  con  fuerza  una  cornisa  sobresaliente.
               Retrocedió mientras un pozo negro y redondo se abría repentinamente a sus
               pies. Una vez más su risa le cortó como un afilado cuchillo de plata. Acercó la

               antorcha  a  la  abertura  y  volvió  a  ver  pequeños  escalones  desgastados  que
               descendían.
                    —No necesitan esos escalones —dijo Ada—. Antaño sí los necesitaban,
               antes de que tu pueblo los empujara a la oscuridad. Pero tú sí los necesitarás.

                    Arrojó la antorcha a un nicho sobre el pozo; dejó caer una tenue luz rojiza
               en la oscuridad inferior. Hizo un gesto hacia el pozo y Bran sacó su espada y
               descendió por el pasadizo. A medida que se introducía en el misterio de la
               oscuridad, la luz quedó tapada por encima de él, y pensó por un instante que

               Atla había vuelto a bloquear la abertura. Entonces comprendió que ella estaba
               descendiendo detrás de él.


                    El  descenso  no  fue  muy  largo.  Bruscamente,  Bran  sintió  que  sus  pies
               tocaban  suelo  sólido.  Atla  se  deslizó  junto  a  él  y  permaneció  en  el  pálido
               círculo de luz. Bran no podía ver los límites del sitio al que había llegado.



                                                      Página 193
   188   189   190   191   192   193   194   195   196   197   198