Page 194 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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—Muchas cuevas de estas colinas —dijo Atla, su voz sonando pequeña y

               extrañamente  frágil  en  la  inmensidad—  no  son  más  que  puertas  que  dan  a
               cuevas mayores que hay debajo, de la misma manera que las palabras y los
               actos  de  un  hombre  no  son  más  que  pequeñas  indicaciones  de  las  oscuras
               cavernas de turbios pensamientos que hay debajo de ellos.

                    Bran percibió movimiento en la penumbra. La oscuridad estaba llena de
               ruidos  sigilosos  que  no  se  parecían  a  los  que  pudiera  hacer  ningún  pie
               humano.  Bruscamente,  unas  chispas  empezaron  a  centellear  y  flotar  en  la
               negrura,  como  luciérnagas  parpadeantes.  Se  acercaron  más,  hasta  que  le

               rodearon  en  una  amplia  media  luna.  Y  más  allá  del  anillo  resplandecieron
               otras chispas, un tupido mar de ellas, que se desvanecía en la penumbra hasta
               que las más lejanas eran simples puntitos de luz. Bran supo que eran los ojos
               rasgados de los seres que habían llegado hasta él en tal número que su cerebro

               se sintió abrumado por la imagen… y por la inmensidad de la cueva.
                    Ahora que se enfrentaba a sus antiguos enemigos, Bran no sintió miedo.
               Percibió  las  oleadas  de  una  terrible  amenaza  emanando  de  ellos,  el
               escalofriante odio, el peligro inhumano para el cuerpo, la mente y el alma.

               Con mayor claridad que si hubiera sido miembro de una raza menos antigua,
               comprendía  lo  espantoso  de  su  posición,  pero  no  tuvo  miedo,  aunque  se
               enfrentaba al Horror definitivo de los sueños y las leyendas de su raza. Su
               sangre se agitó ferozmente, pero fue con la emoción cálida del riesgo, no con

               el impulso del terror.
                    —Saben que tienes la Piedra, oh rey —dijo Atla, y aunque él sabía que
               ella  tenía  miedo,  aunque  podía  sentir  los  esfuerzos  físicos  que  hacía  para
               controlar sus miembros temblorosos, no había ninguna palpitación de temor

               en su voz—. Estás en peligro de muerte; conocen tu estirpe de antiguo… ¡oh,
               recuerdan los días en que sus antepasados eran hombres! No puedo salvarte;
               ambos  moriremos  como  no  ha  muerto  ningún  ser  humano  desde  hace  diez
               siglos. Háblales, si lo deseas; pueden entender tu idioma, aunque tú no puedas

               entender el suyo. Pero no te servirá de nada. Eres humano… y eres picto.
                    Bran se rio, y el estrecho anillo de fuego retrocedió ante el salvajismo de
               su carcajada. Sacando la espada con un escalofriante chirrido de acero, puso
               la espalda contra lo que esperaba fuese una pared de piedra sólida. Enfrentado

               a los ojos resplandecientes con la espada agarrada en la mano derecha y el
               puñal en la izquierda, se rio como gruñe un lobo sediento de sangre.
                    —¡Sí —rugió—, soy picto, hijo de aquellos guerreros que hicieron trizas a
               vuestros brutales antepasados como si fueran paja en la tormenta! ¡Aquellos

               que anegaron la tierra con vuestra sangre y que amontonaron vuestros cráneos




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