Page 250 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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el campo las grandes flores rojas se inclinaban y doblaban hacia el sitio donde

               se  desarrollaba  la  espantosa  batalla.  Un  terrible  silencio  reinaba  en  todo  el
               valle.  El  hombre  negro  volvió  aleteando  pausadamente  hacia  la  torre,  y
               desapareció dentro de ella.
                    Pronto las flores se separaron una tras otra de su víctima, que quedó muy

               blanca y silenciosa. Sí, su blancura era mayor que la de la muerte; era como
               una figura de cera, una efigie con los ojos abiertos a la que habían chupado
               hasta la última gota de sangre. En las flores que la rodeaban se percibía una
               sorprendente  transformación.  Sus  tallos  ya  no  eran  incoloros;  estaban

               hinchados y eran rojo oscuro, como cañas de bambú transparentes llenas a
               reventar de sangre fresca.
                    Atraído por una curiosidad insaciable, me deslicé desde los árboles hasta
               el mismo borde del campo rojo. Las flores sisearon y se inclinaron hacia mí,

               extendiendo sus pétalos como la corona de una cobra excitada. Seleccionando
               una más alejada de sus hermanas, corté el tallo con un golpe de mi hacha, y la
               cosa cayó al suelo agitándose como una serpiente decapitada.
                    Cuando cesaron sus forcejeos, me incliné sobre ella asombrado. El tallo

               no  eran  tan  hueco  como  había  supuesto;  es  decir,  no  era  hueco  como  un
               bambú  seco.  Estaba  atravesado  por  una  red  de  venas  semejantes  a  hilos,
               algunas vacías y otras exudando una savia incolora. Los tallos que unían las
               hojas al tronco eran notablemente resistentes y flexibles, y las hojas mismas

               eran afiladas, con espinas curvas, como garfios cortantes.
                    Una  vez  esas  espinas  se  hundían  en  la  carne,  la  víctima  no  tenía  más
               remedio que arrancar la planta entera de raíz si quería escapar.
                    Los  pétalos  eran  tan  anchos  como  mi  mano,  y  tan  gruesos  como  una

               chumbera, y en el lado interno estaban cubiertos de innumerables boquitas, no
               más grandes que la cabeza de un alfiler. En el centro, donde debería estar el
               pistilo, había un pincho cortante, de una sustancia parecida a las espinas, y
               con estrechos canales entre los cuatro bordes dentados.

                    Levanté  la  mirada,  interrumpiendo  mis  investigaciones  acerca  de  esta
               horrible parodia de vegetación, justo a tiempo de ver cómo el hombre alado
               volvía a asomar sobre el parapeto. No pareció especialmente sorprendido de
               verme. Gritó en su lengua desconocida y me hizo un gesto de burla, mientras

               yo permanecía como una estatua, aferrando mi hacha. Pronto se dio la vuelta
               y entró en la torre como había hecho antes; y como antes, reapareció con un
               cautivo.  Mi  furia  y  mi  odio  se  sintieron  casi  sofocados  por  una  marea  de
               alegría al ver que Gudrun seguía viva.







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