Page 252 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Atravesé  el  estrechamiento  del  valle  y  salí  al  valle  anterior,  donde  los

               árboles clareaban y los mamuts avanzaban pesadamente a lo largo del arroyo.
               Me detuve más allá del rebaño y, sacando un par de piedras de mi bolsa, me
               agaché y prendí una chispa en la hierba seca. Corriendo rápidamente de un
               sitio a otro, encendí una docena de fuegos, formando un gran semicírculo. El

               viento del norte los animó, dándoles una vida vigorosa y empujándolos hacia
               delante. En breves instantes, una muralla de llamas barría el valle.
                    Los  mamuts  dejaron  de  alimentarse,  levantaron  sus  grandes  orejas  y
               berrearon alarmados. En todo el mundo, sólo temían al fuego. Empezaron a

               retirarse hacia el sur, las hembras empujando a las crías delante de ellas, los
               machos bramando con el estampido del Día del Juicio. Rugiendo como una
               tempestad,  el  fuego  avanzó,  y  los  mamuts  emprendieron  la  estampida,  un
               arrollador huracán de carne, un terremoto atronador de huesos y músculos a la

               carrera.  Los  árboles  saltaban  hechos  trizas  y  caían  ante  ellos,  el  suelo
               temblaba bajo su embestida frontal. Detrás de ellos venía el fuego corriendo,
               y  pisándole  los  talones  al  fuego  iba  yo,  tan  cerca  que  la  tierra  calcinada
               quemaba mis sandalias de piel de alce.

                    Los mamuts atronaron a través del estrecho paso, arrasando los espesos
               matorrales como una guadaña gigante. Los árboles quedaron arrancados de
               raíz; era como si un tornado hubiera destrozado el paso.
                    Con  un  estruendo  ensordecedor  de  bramidos  y  de  paras  retumbando,

               arrasaron  el  mar  de  flores  rojas.  Las  diabólicas  plantas  podrían  haber
               derribado  y  destruido  a  un  solo  mamut;  pero  bajo  el  impacto  del  rebaño
               entero, no fueron más que flores comunes. Los titanes enloquecidos pasaron
               por encima de ellas, haciéndolas trizas, machacándolas, pisoteándolas hasta

               hundirlas en la tierra que quedó empapada de su jugo.
                    Temí por un instante que los brutos no se apartaran al llegar al castillo, y
               dudando  de  que  ni  siquiera  aquel  fuera  capaz  de  resistir  el  impacto  de  la
               embestida.  Era  evidente  que  el  hombre  alado  compartía  mis  miedos,  pues

               salió disparado de la torre y voló hasta el lago. Pero uno de los machos chocó
               de cabeza contra la pared, fue repelido por la suave superficie, rebotó contra
               el más próximo, y el rebaño se abrió y rugió rodeando la torre a ambos lados,
               pasando tan próximos que sus costados peludos se rozaron contra ella. Luego

               siguieron atronando a lo largo del campo rojo, hacia el lago lejano.
                    El  fuego  se  detuvo  al  alcanzar  el  borde  de  los  árboles;  los  pedazos
               aplastados y jugosos de las flores rojas no ardían. Los árboles, caídos o en pie,
               humearon  y  estallaron  en  llamas,  y  las  ramas  ardientes  llovieron  a  mi







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