Page 247 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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arqueadas,  como  de  ventanas,  fuertemente  enrejadas  por  lo  que  podía  ver,

               incluso desde donde estaba.
                    Eso era todo. No había muestras de ocupación humana. Ningún rastro de
               vida en todo el valle. Pero era evidente que aquel castillo era lo que el viejo
               del poblado de la montaña había estado intentando dibujar, y estaba seguro de

               que en él encontraría a Gudrun… si es que aún vivía.
                    Más allá de la torre vi el fulgor de un lago azul en el que desembocaba
               finalmente el arroyo, siguiendo la curva de la pared occidental. Acechando
               entre los árboles, observé la torre y las flores que la rodeaban por todas partes,

               las  cuales  crecían  muy  densamente  y  se  apretaban  contra  las  paredes,
               extendiéndose durante cientos de yardas en todas direcciones. Había árboles
               al otro extremo del valle, cerca del lago; pero ningún árbol crecía entre las
               flores.

                    No  eran  como  ninguna  planta  que  hubiera  visto  jamás.  Crecían  muy
               juntas, casi tocándose unas a otras. Eran de unos cuatro pies de altura, con
               sólo  una  flor  en  cada  tallo;  cada  flor  era  más  grande  que  la  cabeza  de  un
               hombre, con anchos y carnosos pétalos muy apretados. Aquellos pétalos eran

               de un carmesí lívido, del mismo tono que las heridas abiertas. Los tallos eran
               tan gruesos como la muñeca de un hombre, incoloros, casi transparentes. Las
               hojas, de un verde intenso, tenían forma de puntas de lanza que colgaran de
               largos tallos serpentinos. Su aspecto general era repelente, y me pregunté qué

               ocultaba su espesura.
                    Todos  mis  instintos  salvajes  estaban  alerta.  Sentí  cómo  acechaba  el
               peligro, igual que a menudo había sentido al león emboscado antes de que mis
               sentidos  externos  le  reconocieran.  Examiné  las  densas  flores  de  cerca,

               preguntándome  si  habría  alguna  gran  serpiente  enroscada  entre  ellas.  Mis
               narices se hincharon en busca de un olor, pero el viento soplaba en mi contra.
               Sin embargo, había algo decididamente antinatural en aquel inmenso jardín.
               Aunque el viento del norte lo barría, no se agitaba ni una sola flor, no crujía ni

               una sola hoja; colgaban inmóviles, plomizas, como pájaros de presa con las
               cabezas caídas, y tenía la extraña sensación de que me vigilaban como cosas
               inteligentes.
                    Era como un paisaje de ensueño: a pesar del viento que soplaba en  mi

               contra, capté un olor, un hedor a matadero, decadencia y corrupción que salía
               de las flores.
                    Entonces, repentinamente, me agazapé aún más en mi escondrijo. Había
               vida y movimiento en el castillo. Una figura surgió de la torre y, acercándose

               al  parapeto,  se  inclinó  sobre  él  y  miró  al  otro  extremo  del  valle.  Era  un




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