Page 243 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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murallas azules que ascendían impresionantes hacia el cielo. Una pendiente se
acumulaba sobre otra pendiente.
En aquellas montañas fuimos azotados por vientos gélidos y por el
hambre, y por cóndores gigantes que descendieron sobre nosotros con un batir
de alas gigantescas. En espantosas batallas en los pasos disparé todas mis
flechas, e hice añicos mi lanza de cabeza de pedernal, pero al menos
cruzamos el desolado espinazo de la cordillera y, al descender las vertientes
del sur, llegamos a un poblado de chozas de barro entre los acantilados,
habitado por un pueblo pacífico de piel morena que hablaba una extraña
lengua y que tenía costumbres extrañas. Pero nos saludaron con la señal de la
paz, y nos llevaron a su aldea, donde nos ofrecieron carne, pan de cebada y
leche fermentada, y se acuclillaron alrededor de nosotros mientras comíamos,
y una mujer golpeó suavemente un tambor con forma de cuenco en nuestro
honor.
Habíamos llegado a su pueblo al ocaso, y la noche cayó durante el
banquete. A nuestro alrededor se alzaban los acantilados y los picos,
apretándose inmensos contra las estrellas. La pequeña acumulación de chozas
de barro y hogueras quedaba ahogada y perdida en la inmensidad de la noche.
Gudrun sintió la soledad, la abrumadora desolación de aquella oscuridad, y se
apretó contra mí, apoyando el hombro contra mi pecho. Pero yo tenía el hacha
a mano, y nunca había sentido la sensación del miedo.
La gente morena y menuda se acuclilló ante nosotros, hombres y mujeres,
e intentó hablarnos con movimientos de sus manos delgadas. Al haber
habitado siempre en un único lugar, en relativa seguridad, carecían tanto de la
fuerza como de la ferocidad ilimitada de los aesires nómadas. Sus manos
aleteaban con gestos amistosos a la luz del fuego.
Les hice comprender que habíamos llegado desde el norte, que habíamos
cruzado el espinazo de la gran cordillera montañosa, y que por la mañana era
nuestra intención descender hacia las verdes mesetas que habíamos atisbado
al sur de los picos. Cuando comprendieron lo que quería decir, lanzaron un
gran grito y agitaron las cabezas violentamente, y golpearon furiosamente el
tambor. Estaban tan ansiosos por comunicarme algo, todos agitando las
manos a la vez, que me desconcertaron en lugar de informarme. Por último,
me hicieron entender que no deseaban que descendiéramos de las montañas.
Alguna amenaza yacía al sur del poblado, pero fuera hombre o bestia, no pude
averiguarlo.
Fue mientras estaban gesticulando y toda mi atención estaba centrada en
sus gestos cuando sufrimos el ataque. La primera señal fue un repentino batir
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