Page 241 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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empiezan a agitar y cosquillean los pensamientos humanos y los sueños
humanos, crudos, caóticos, fugaces, pero base de todas las visiones nobles y
elevadas que los hombres han soñado en las eras siguientes.
Mi conocimiento tampoco se detiene ahí. Retrocede a lo largo de paisajes
inmemoriales que no me atrevo a seguir, hasta abismos demasiado oscuros y
espantosos para que la mente humana los sondee. Pero incluso allí soy
consciente de mi identidad, de mi individualidad. Os digo que el individuo
nunca se disuelve, sea en el pozo negro del que salimos arrastrándonos una
vez, chillando y berreando, o en aquel Nirvana Final en el que nos
sumergiremos algún día; el cual he atisbado en la lejanía, resplandeciente
como un lago crepuscular y azul entre las montañas de estrellas.
Pero basta. Quería hablaros de Hunwulf. ¡Oh, fue hace mucho, mucho
tiempo! Cuánto tiempo, no me atrevo a decirlo. ¿Por qué debería buscar
insignificantes comparaciones humanas para describir un reino indescriptible,
incomprensiblemente distante? Desde aquella época, la tierra ha alterado sus
contornos no una, sino una docena de veces, y ciclos enteros de la humanidad
han cumplido sus destinos.
Yo fui Hunwulf, un hijo de los aesires de pelo dorado que, desde las
llanuras heladas de la sombría Asgard, enviaron tribus de ojos azules
alrededor del mundo en migraciones de siglos para dejar su huella en extraños
lugares. En una de aquellas migraciones hacia el sur nací yo, pues nunca vi la
patria de mi pueblo, donde el grueso de los norteños todavía habitaba en sus
tiendas de piel de caballo entre las nieves.
Me hice hombre en aquel largo vagabundeo, alcanzando la feroz, fibrosa e
indómita edad adulta de los aesires, que no conocían más dioses que Ymir el
de la barba helada, y cuyas hachas estaban manchadas con la sangre de
muchas naciones. Mis músculos eran como cordones de acero enlazados. Mi
pelo amarillo caía en una cabellera de león sobre mis poderosos hombros. Mis
ingles estaban envueltas en piel de leopardo. Con ambas manos podía blandir
mi pesada hacha de punta de pedernal.
Año tras año, mi tribu vagaba hacia el sur, a veces trazando largos arcos
hacia el este o el oeste, a veces deteniéndose durante meses o años en valle
fértiles o llanuras donde abundaban los devoradores de hierba, pero siempre
avanzando constante, lenta e inevitablemente, hacia el sur. A veces nuestro
camino nos llevaba a través de inmensas e impresionantes soledades que
nunca habían conocido una voz humana; a veces extrañas tribus nos
disputaban el paso, y nuestro camino pasaba sobre cenizas ensangrentadas de
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