Page 237 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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estar su cara. Si tenía oídos, nariz y boca, no los descubrí. Sólo un par de ojos

               saltones  y  rojos  asomaban  de  la  máscara  peluda.  Sus  manos  deformes
               sujetaban  una  extraña  flauta,  que  soplaba  de  forma  extravagante  mientras
               bailaba acercándose a mí con muchos saltos y cabriolas grotescos.
                    Detrás de él oí un repulsivo ruido obsceno, como si una masa inestable y

               temblorosa saliera de un pozo. Entonces saqué una flecha, tensé la cuerda y
               envié  la  saeta  zumbando  a  través  del  pecho  peludo  de  la  monstruosidad
               bailarina. Cayó como si le hubiera alcanzado un rayo, pero para mi espanto la
               flauta siguió sonando, aunque había caído de las manos amorfas. Entonces me

               volví y corrí veloz hacia la columna, a la que trepé antes de mirar hacia atrás.
               Cuando alcancé el pináculo miré, y debido a la impresión y a la sorpresa por
               lo que vi, casi me caigo de mi elevada posición.
                    El monstruoso habitante de las tinieblas había salido del templo, y yo, que

               esperaba un horror, pero con alguna forma terrenal, contemplé el engendro de
               una pesadilla. No sé de qué infierno subterráneo había salido arrastrándose en
               eras pretéritas, ni qué época negra representaba. Pero no era una bestia, tal y
               como  la  humanidad  entiende  a  las  bestias.  Lo  llamo  gusano  a  falta  de  un

               término mejor. No hay ningún idioma terrestre que tenga nombre para ello.
               Sólo  puedo  decir  que  se  parecía  más  a  un  gusano  que  a  un  pulpo,  una
               serpiente o un dinosaurio.
                    Era blanco e hinchado, y arrastraba su temblorosa masa sobre el suelo,

               como  hacen  los  gusanos.  Pero  tenía  gruesos  tentáculos  planos,  y  antenas
               carnosas, y otros accesorios cuyo uso soy incapaz de explicar. Y tenía una
               larga  probóscide  que  se  enrollaba  y  desenrollaba  como  la  trompa  de  un
               elefante.  Sus  cuarenta  ojos,  dispuestos  en  un  horripilante  círculo,  estaban

               compuestos de miles de facetas de tantos colores brillantes que cambiaban y
               se  alteraban  en  transmutaciones  interminables.  Pero  durante  toda  la
               interacción de tonos y brillos, conservaban su maligna inteligencia. Sí, había
               inteligencia  detrás  de  aquellas  facetas  parpadeantes,  no  humana  ni  animal,

               sino una inteligencia demoníaca hija de la noche, como la que los hombres
               sienten  débilmente  en  los  sueños,  palpitando  titánicamente  en  los  abismos
               negros  más  allá  de  nuestro  universo  material.  En  tamaño,  el  monstruo  era
               inmenso; su masa habría empequeñecido a un mastodonte.

                    Pero mientras temblaba con el horror cósmico producido por aquella cosa,
               me llevé una flecha emplumada al oído y la arrojé zumbando en su dirección.
               La hierba y los arbustos quedaron aplastados cuando el monstruo vino hacia
               mí  como  una  montaña  ambulante,  y  arrojé  flecha  tras  flecha  con  fuerza

               terrible y mortífera precisión. No podía fallar un objetivo tan descomunal. Las




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