Page 235 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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profundamente en su costado, sujetándola como un anzuelo. El sonido de su

               silbido llenó la jungla y sus ojos me miraron con una maldad tan concentrada
               que  me  estremecí  a  mi  pesar.  ¡Oh,  ella  sabía  que  era  yo  quien  la  había
               atrapado!  Ahora,  al  acercarme  lo  máximo  que  me  atrevía,  y  con  un  gesto
               repentino  de  mi  lanza,  atravesé  su  cuello  justo  bajo  las  fauces  abiertas,

               clavándola al tronco. En aquel momento me arriesgué mucho, pues distaba de
               estar muerta, y sabía que en un instante soltaría la lanza del tronco y sería
               libre para atacar. Pero en ese instante me lancé, y blandiendo la espada con
               todas mis fuerzas, corté de un tajo su terrible cabeza.

                    Los tirones y contorsiones de la forma aprisionada de Satha en vida no
               eran  nada  comparados  con  las  convulsiones  de  su  cuerpo  decapitado  en  la
               muerte. Me retiré, arrastrando la gigantesca cabeza detrás de mí con un palo
               retorcido,  y  me  puse  a  trabajar  a  una  distancia  segura  de  la  cola  que  se

               agitaba. Trabajaba con la muerte desnuda, y ningún hombre tuvo jamás más
               cuidado  que  yo.  Corté  las  bolsas  de  veneno  en  la  base  de  los  enormes
               colmillos, y bañé las cabezas de once flechas en el terrible veneno, teniendo
               cuidado  de  que  sólo  las  puntas  de  bronce  recibieran  el  líquido,  que  de  lo

               contrario  habría  corroído  la  madera  de  las  resistentes  flechas.  Mientras  lo
               hacía, Grom, impulsado por la camaradería y la curiosidad, llegó sigiloso y
               nervioso a través de la jungla, y su boca se abrió de par en par cuando vio la
               cabeza de Satha.

                    Durante horas empapé las cabezas de las flechas en el veneno, hasta que
               estuvieron  cubiertas  de  una  repugnante  costra  verde,  y  mostraron  pequeñas
               manchas de corrosión en los sitios donde el veneno se había comido el bronce
               sólido.  Las  envolví  cuidadosamente  en  hojas  anchas  y  gruesas,  parecidas  a

               goma,  y  después,  aunque  la  noche  había  caído  y  las  bestias  depredadoras
               rugían por todos lados, volví a través de las montañas selváticas, acompañado
               por Grom, hasta que al alba llegamos de nuevo a los altos acantilados que se
               cernían sobre el Valle de las Piedras Rotas.

                    En  la  boca  del  valle  rompí  mi  lanza,  y  saqué  todas  las  flechas  sin
               envenenar del carcaj, y las partí. Me pinté la cara y los miembros como se
               pintaban los aesires sólo cuando se dirigían a la muerte segura, y canté mi
               canción  de  despedida  al  sol  que  se  elevaba  sobre  los  acantilados,  con  la

               dorada cabellera flotando al viento de la mañana.
                    Después descendí al valle, arco en mano.
                    Grom no fue capaz de obligarse a seguirme. Permaneció tirado boca abajo
               sobre el polvo, y aulló como un perro moribundo.







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