Page 233 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Os hablaré de Satha. Hoy en día no hay nada parecido en el mundo, ni lo
ha habido desde hace eras incontables. Como el dinosaurio devorador de
carne, como el viejo dientes de sable, era demasiado terrible para existir.
Incluso entonces era la superviviente de una época más oscura, cuando la vida
y sus formas eran más crudas y espantosas. No había muchos de su especie
por aquel entonces, aunque puede que hubieran existido en gran número en el
cieno pestilente de los enormes pantanos selváticos que había más al sur. Era
más grande que cualquier pitón de la era moderna, y sus fauces goteaban con
un veneno mil veces más mortífero que el de una cobra real.
Nunca fue adorada por los pictos de pura sangre, aunque los negros que
vinieron después la divinizaron, y la adoración persistió en la raza híbrida que
brotó de los negros y sus conquistadores blancos. Pero para otros pueblos fue
lo peor de los horrores malignos, y los relatos sobre ella se convirtieron en
demonología; así que en épocas posteriores Satha se convirtió en el verdadero
diablo de las razas blancas, y los estigios primero la adoraron, y luego,
cuando se convirtieron en egipcios, la aborrecieron bajo el nombre de Set, la
Antigua Serpiente, mientras que para los semitas se convirtió en Leviatán y
Satanás. Era lo bastante terrible como para ser un dios, pues era una muerte
que se arrastraba. Había visto a un elefante macho caer muerto en el acto por
la mordedura de Satha. La había atisbado abriéndose su sinuoso y horrible
camino a través de la densa jungla, la había visto tomar su presa, pero nunca
la había cazado. Era demasiado espantosa, incluso para quien había matado al
viejo dientes de sable.
Pero ahora la perseguí, sumergiéndome cada vez más en la cálida y
jadeante pestilencia de su jungla, incluso cuando la amistad que sentía hacia
mí no fue suficiente para hacer que Grom siguiera adelante. Me recomendó
que me pintase el cuerpo y cantase mi canción de muerte antes de seguir
avanzando, pero continué sin hacerle caso.
En una pista natural que se deslizaba entre los árboles apretados, dispuse
una trampa. Encontré un árbol grande, de fibra blanda y esponjosa, pero de
tronco espeso y pesado, y corté su base muy cerca del suelo con mi gran
espada, dirigiendo su caída de forma que cuando se desmoronase, su copa
chocara contra las ramas de un árbol más pequeño y quedara apoyado a través
de la pista, un extremo descansando sobre el suelo, el otro atrapado en el
árbol pequeño. Después podé las ramas del lado inferior, y cortando un
arbolito duro y delgado, lo podé y lo clavé como un poste de apoyo bajo el
árbol inclinado. Entonces, cortando el árbol que lo soportaba, dejé el enorme
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