Page 231 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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babeando sobre los guerreros, aplastándolos hasta convertirlos en una papilla
carmesí, despedazándolos como un pulpo podría despedazar peces pequeños,
chupando la sangre de sus miembros mutilados y devorándolos mientras
gritaban y forcejeaban. Los supervivientes huyeron, perseguidos hasta la
misma cordillera, por la cual, aparentemente, el monstruo era incapaz de
impulsar su colosal figura.
Después de eso no se aventuraron en el valle silencioso. Pero los muertos
visitaron a sus chamanes y sus ancianos en sueños y les contaron secretos
extraños y terribles. Hablaron de una antigua raza de seres semihumanos que
antaño habitaron el valle y levantaron aquellas columnas para sus propios e
inexplicables propósitos. El monstruo blanco de los pozos era su dios,
invocado desde los abismos nocturnos del centro de la tierra a incontables
leguas bajo el suelo negro, por medio de brujería desconocida para los hijos
del hombre. El peludo ser antropomórfico era su sirviente, creado para servir
al dios, un espíritu elemental sin forma traído desde las profundidades y
encerrado en un recipiente de carne, orgánico pero más allá del entendimiento
de la humanidad. Los Antiguos se habían desvanecido hacía mucho en el
limbo del cual habían salido arrastrándose en el negro amanecer del universo,
pero su dios bestial y su esclavo inhumano seguían viviendo. Ambos eran
orgánicos en cierta forma, y podían ser heridos, aunque no se había
encontrado ninguna arma humana lo bastante poderosa para matarlos.
Bragi y su clan habían vivido durante semanas en el valle, hasta que el
horror atacó. Había sido apenas la noche anterior cuando Grom, de caza por
las montañas, y arriesgándose muchísimo, se había quedado paralizado al oír
el agudo sonido de la flauta de un demonio, y después el clamor enloquecido
de gritos humanos. Tumbado, con el rostro pegado al suelo, escondiendo la
cabeza en un revoltijo de hierbas, no se había atrevido a moverse, ni siquiera
cuando los chillidos se convirtieron en el sonido babeante y repulsivo de un
festín horripilante. Cuando rompió el alba, se arrastró tembloroso hasta los
acantilados para contemplar el valle, y la visión de la carnicería, incluso desde
lejos, le había hecho huir gimiendo hacia las montañas. Pero por último se le
había ocurrido que debería advertir al resto de la tribu, y al regresar, camino
del campamento de la meseta, me había visto entrar en el valle.
Así habló Grom, mientras yo permanecía sentado y meditaba
tétricamente, la barbilla apoyada en mi poderoso puño. No puedo describir
con palabras modernas el sentimiento de clan que en aquellos días formaba
parte vital de cada hombre y mujer. En un mundo donde la zarpa y el colmillo
se levantaban en todas las manos, y las manos de todos los hombres se
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