Page 226 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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de  forma  más  estricta  que  los  aesires.  También  eran  más  prácticos,  como

               demostraban  sus  hábitos  más  sedentarios.  Nunca  merodeaban  de  forma  tan
               ciega  o  tan  remota  como  lo  hacíamos  nosotros.  Pero  en  todos  los  aspectos
               nosotros éramos una raza superior.
                    Grom,  impresionado  por  nuestra  inteligencia  y  nuestras  cualidades

               combativas, se ofreció voluntario para ir a las colinas y negociar la paz con su
               pueblo. Para nosotros era irrelevante, pero le dejamos marchar. Todavía no se
               había concebido la esclavitud.
                    Así que Grom volvió con su pueblo, y nos olvidamos de él, excepto que

               yo fui un poco más cauteloso cuando iba de caza, previendo que pudiera estar
               al acecho para clavarme una flecha en la espalda. Un día oímos un estrépito
               de tambores, y Grom apareció al borde de la jungla, su cara dividida por su
               sonrisa de gorila, con los jefes de los clanes pintados, vestidos de pieles y

               tocados  de  plumas.  Nuestra  ferocidad  les  había  impresionado,  y  el  que
               hubiéramos perdonado a Grom les había impresionado aún más. No podían
               entender la indulgencia; evidentemente les concedíamos tan escaso valor que
               ni  siquiera  nos  molestábamos  en  matar  a  uno  de  ellos  cuando  estaba  en

               nuestro poder.
                    Así que se hizo la paz, tras celebrar muchas conferencias, y se juró con
               muchos juramentos y rituales extraños. Nosotros jurábamos sólo por Ymir, y
               un aesir nunca rompía su palabra. Pero ellos juraban por los elementos, por el

               ídolo que se sentaba en la choza-fetiche donde los fuegos ardían eternamente
               y  una  bruja  reseca  golpeaba  un  tambor  forrado  de  cuero  durante  toda  la
               noche, y por otro ser demasiado terrible para ser nombrado.
                    Entonces todos nos sentamos alrededor de los fuegos y roímos tuétanos, y

               bebimos una pócima ardiente que destilaban del grano silvestre, y hay que
               admirarse de que la fiesta no terminase en una masacre generalizada; pues ese
               licor  llevaba  demonios  dentro  y  hacía  que  los  gusanos  se  retorcieran  en
               nuestro cerebro. Pero nuestra enorme borrachera no produjo ningún daño, y a

               partir  de  entonces  habitamos  en  paz  con  nuestros  bárbaros  vecinos.  Nos
               enseñaron muchas cosas, y aprendieron aún más de nosotros. Nos enseñaron a
               trabajar el hierro, a lo cual se habían visto obligados por la ausencia de cobre
               en aquellas montañas, y rápidamente los superamos en ello.

                    Visitábamos libremente sus aldeas, que eran apelotonamientos de chozas
               con muros de barro en los claros de las cumbres, bajo la sombra de grandes
               árboles,  y  les  permitíamos  venir  a  voluntad  a  nuestros  campamentos,
               desordenadas  hileras  de  tiendas  de  piel  sobre  la  meseta  donde  habíamos

               librado  la  batalla.  Nuestros  jóvenes  no  se  interesaban  por  sus  achaparradas




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