Page 223 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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fila,  las  mujeres  con  despeinados  rizos  dorados  cargando  bebés  que  nunca

               lloraban, a menos que fuera para gritar de pura rabia. No recuerdo nuestro
               número, excepto que éramos cerca de quinientos hombres aptos para la lucha,
               y por hombres aptos para la lucha me refiero a todos los varones, desde el
               niño que apenas tiene fuerzas para levantar un arco, hasta el más viejo de los

               viejos.  En  aquella  época  salvajemente  feroz  todos  éramos  luchadores.
               Nuestras mujeres, si se veían en la obligación, luchaban como tigresas, y he
               visto a un bebé, que todavía no tenía edad para articular palabra alguna, girar
               la cabeza y hundir sus dientes en el pie que aplastaba su vida.

                    ¡Oh, sí, éramos luchadores! Os hablaré de Niord. Me siento orgulloso de
               él,  aún  más  cuando  pienso  en  el  insignificante  y  tullido  cuerpo  de  James
               Allison, la máscara fugaz que ahora llevo. Niord era alto, de anchos hombros,
               esbeltas  caderas  y  miembros  poderosos.  Sus  músculos  eran  largos  y

               abultados, denotando resistencia y velocidad, además de fuerza. Podía correr
               todo  el  día  sin  cansarse,  y  poseía  una  coordinación  que  hacía  de  sus
               movimientos un borrón de velocidad cegadora. Si os contara toda la extensión
               de  su  fuerza,  me  tomaríais  por  mentiroso.  Pero  hoy  en  día  no  hay  ningún

               hombre en la tierra lo bastante fuerte para doblar el arco que Niord manejaba
               con facilidad. El lanzamiento de flecha más largo del que existe constancia es
               el de un arquero turco que envió una saeta a 440 metros. No había ningún
               mozuelo en mi tribu que no fuera capaz de superar esa distancia.

                    Mientras entrábamos en la región selvática, oímos los tambores resonando
               a través del valle misterioso que dormitaba entre las brutales colinas, y en una
               meseta ancha y abierta nos encontramos con nuestros enemigos. No creo que
               aquellos  pictos  nos  conocieran,  ni  siquiera  por  leyendas,  o  no  se  habrían

               apresurado tan abiertamente al ataque, aunque nos superaban en número. Pero
               no hubo ningún intento de emboscada. Cayeron en tropel desde los árboles,
               bailando y cantando sus canciones de guerra, gritando sus bárbaras amenazas.
               Nuestras cabezas colgarían de sus chozas y nuestras mujeres de pelo dorado

               concebirían  a  sus  hijos.  ¡Jo!  ¡Jo!  ¡Jo!  Por  Ymir,  fue  Niord  quien  se  rio
               entonces, no James Allison. Así nos reímos los aesires al oír sus amenazas,
               con  una  risa  profunda  y  estruendosa  que  brotaba  de  pechos  anchos  y
               poderosos.  Nuestra  senda  estaba  trazada  con  sangre  y  cenizas  a  través  de

               muchas regiones. Éramos los asesinos y los saqueadores, que cruzábamos el
               mundo espada en mano, y que esta gente osara amenazarnos despertó nuestro
               burdo sentido del humor.
                    Nos  lanzamos  a  su  encuentro,  desnudos  excepto  por  nuestras  pieles  de

               lobo, blandiendo nuestras espadas de bronce, y nuestros cánticos fueron como




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