Page 224 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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el trueno que ruge en las colinas. Ellos nos enviaron sus flechas, y nosotros
les devolvimos su descarga. No podían igualarnos en la arquería. Nuestras
flechas silbaron en nubes cegadoras entre ellos, derribándolos como hojas de
otoño, hasta que aullaron y espumajearon como perros rabiosos y cargaron
para enzarzarnos cuerpo a cuerpo. Y nosotros, enloquecidos con la alegría del
combate, abandonamos nuestros arcos y corrimos a recibirlos, como un
amante corre hacia su amada.
Por Ymir, fue una batalla para volverse loco y emborracharse con la
matanza y la furia. Los pictos eran tan feroces como nosotros, pero nuestro
físico era superior: teníamos más astucia y un cerebro más desarrollado para
el combate. Vencimos porque éramos una raza superior, pero no fue una
victoria fácil. Los cadáveres cubrieron la tierra empapada de sangre; pero por
último cedieron, y los segamos mientras huían, hasta el mismo borde de los
árboles. Hablo de aquella batalla con palabras débiles. Soy incapaz de
describir la locura, el hedor del sudor y la sangre, el esfuerzo doloroso y
jadeante, cómo quebrantamos los huesos con golpes poderosos, cómo
desgarramos y cortamos la carne viva; y por encima de todo el despiadado
salvajismo abismal del episodio, en el cual no hubo reglas ni orden, y cada
hombre luchó como quiso o como pudo. Si fuera capaz, retrocederíais
horrorizados; incluso el yo moderno, sabedor de mi estrecha relación con
aquella época, se siente horrorizado por aquella carnicería. La piedad todavía
no había nacido, excepto bajo la forma de algún capricho individual, y las
reglas de la guerra todavía no habían sido ni soñadas. Era una época en la que
cada tribu y cada hombre luchaba con dientes y zarpas desde el nacimiento
hasta la muerte, y nadie daba ni esperaba piedad.
Así que aniquilamos a los pictos que huían, y nuestras mujeres salieron al
campo para abrir la cabeza con piedras a los enemigos heridos, o para
cortarles el cuello con cuchillos de cobre. No torturábamos. No éramos más
crueles de lo que exigía la vida. La regla de la vida era ser implacable, pero
hoy en día hay más crueldad sin motivo de la que nosotros soñamos jamás.
No fue una sed de sangre caprichosa la que nos hizo asesinar a los enemigos
heridos y cautivos. Fue porque sabíamos que nuestras posibilidades de
supervivencia se incrementaban con cada enemigo muerto.
Pero ocasionalmente había algún rasgo de piedad individual, y así ocurrió
en aquella batalla. Yo había estado enfrascado en el duelo con un enemigo
especialmente valiente. Su desgreñada mata de cabello negro apenas me
llegaba hasta la barbilla, pero era una masa sólida de músculos de acero, y un
relámpago apenas podría moverse más rápido. Tenía una espada de hierro y
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