Page 245 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Entonces intentaron persuadirme para que no fuera, pero inflamado de
impaciencia tomé el pedazo de piel y el saco de comida que arrojaron a mis
manos (en verdad era un pueblo muy extraño para aquella época), agarré mi
hacha y partí hacia la oscuridad sin luna. Mis ojos eran más agudos de lo que
una mente moderna puede comprender, y mi sentido de la dirección era el de
un lobo. Una vez el mapa quedó Fijado en mi mente, podría haberlo tirado y
llegar indefectiblemente al lugar que buscaba, pero lo doblé y lo introduje en
mi cinto.
Viajé a máxima velocidad bajo la luz de las estrellas, sin hacer caso de
ningún animal que pudiera estar buscando su presa, fueran osos de las
cavernas o tigres de dientes de sable. En ocasiones oí la grava deslizarse bajo
zarpas sigilosamente acolchadas; atisbé ojos amarillentos y feroces ardiendo
en la oscuridad, y capté formas sombrías acechando. Pero seguí avanzando
implacablemente, demasiado desesperado para ceder el paso a bestia alguna,
por espantosa que fuera.
Atravesé el valle, ascendí una cordillera y salí a una ancha meseta,
acuchillada de barrancos y sembrada de peñascos. La crucé, y en la oscuridad
previa al alba inicié mi descenso por las traicioneras pendientes. Parecían
interminables, cayendo en una larga cuesta escarpada hasta que su base se
perdía en la oscuridad. Pero bajé temerariamente, sin detenerme a descolgar la
cuerda de cuero que llevaba alrededor de los hombros, confiando en que mi
suerte y mi habilidad me permitieran bajar sin partirme el cuello.
Justo cuando el alba estaba tocando los picos con su resplandor blanco,
desemboqué en un amplio valle, emparedado entre enormes acantilados. En
aquel punto era muy ancho de este a oeste, pero los acantilados convergían
hacia el extremo inferior, dando al valle el aspecto de un gran abanico, que se
estrechaba rápidamente hacia el sur.
El suelo era liso, atravesado por un arroyo tortuoso. Los árboles crecían
separados; no había maleza, sino una alfombra de hierba alta, que en aquella
época del año estaba más bien seca. A lo largo del arroyo donde crecía la
vegetación verde vagaban mamuts, montañas peludas de carne y músculo.
Di un buen rodeo para evitarlos, pues eran gigantes demasiado poderosos
para enfrentarse a ellos, confiados en su poder y temerosos sólo de una cosa
en la tierra. Estiraron sus grandes orejas y levantaron las trompas
amenazadoramente cuando me aproximé demasiado, pero no me atacaron.
Corrí rápidamente entre los árboles, y el sol todavía no asomaba entre las
montañas del este que el amanecer ribeteaba de llamas doradas cuando llegué
al sitio donde los acantilados convergían. Mi escalada nocturna no había
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