Page 249 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Pero no salí corriendo a pecho descubierto y cargué contra la torre. Poseía

               la cautela de los animales, y no veía forma de trepar hasta lo alto del castillo.
               El hombre alado no necesitaba puertas en los laterales, porque evidentemente
               entraba  por  arriba,  y  la  lisa  superficie  de  las  paredes  parecía  desafiar  al
               escalador más hábil. Pronto se me ocurrió una forma de subir a la torre, pero

               vacilé,  esperando  a  ver  si  aparecía  más  gente  alada,  aunque  tenía  la
               inexplicable  sensación  de  que  era  el  único  de  su  especie  en  el  valle;
               posiblemente en todo el mundo. Mientras me agazapaba entre los árboles y
               vigilaba, le vi levantar los codos del parapeto y estirarse levemente, como un

               gran gato. Entonces recorrió la galería circular y entró en la torre. Un grito
               ahogado resonó en el aire y me hizo ponerme rígido, aunque noté que no era
               el grito de una mujer. Pronto el negro amo del castillo apareció, arrastrando
               una  figura  más  pequeña  consigo;  una  figura  que  se  agitaba,  forcejeaba  y

               chillaba  de  forma  conmovedora.  Vi  que  era  un  hombrecillo  moreno,  muy
               parecido a aquellos del poblado de la montaña. Capturado, no lo dudaba, de la
               misma forma que Gudrun había sido capturada.
                    Era  como  un  niño  en  manos  de  su  enorme  enemigo.  El  hombre  negro

               desplegó  sus  anchas  alas  y  se  elevó  sobre  el  parapeto,  cargando  con  su
               cautivo como un cóndor carga con un gorrión. Echó a volar sobre el campo de
               flores,  mientras  yo  me  agazapaba  en  mi  retiro  frondoso,  mirando  con
               asombro.

                    El hombre alado, flotando en medio del aire, emitió un extraño grito; y fue
               contestado de una forma espantosa. Un escalofrío de vida horrible recorrió el
               campo  carmesí  bajo  él.  Las  grandes  flores  rojas  temblaron,  se  abrieron,
               extendiendo  sus  pétalos  carnosos  como  bocas  de  serpientes.  Sus  tallos

               parecieron alargarse, alzándose con ansiedad. Sus anchas hojas se elevaron y
               vibraron con un ronroneo curioso y letal, como el canto de una serpiente de
               cascabel.  Un  siseo  débil  pero  estremecedor  resonó  por  todo  el  valle.  Las
               flores boquearon, estirándose hacia arriba. Y con una carcajada infernal, el

               hombre alado dejó caer a su convulso cautivo.
                    Con el alarido de un alma perdida, el hombre moreno cayó, estrellándose
               entre las flores. Y con un siseo crujiente, las flores se cerraron sobre él. Sus
               tallos flexibles y gruesos se arquearon como cuellos de serpientes, sus pétalos

               clavados  en  su  carne.  Cien  flores  se  aferraron  a  él  como  tentáculos  de  un
               pulpo, ahogándole y aplastándole. Sus chillidos de agonía llegaban asfixiados;
               estaba completamente cubierto por las flores siseantes y trituradoras. Las que
               quedaban fuera de su alcance se inclinaban y agitaban furiosamente como si

               quisieran arrancar sus raíces en su ansia por unirse a sus hermanas. Por todo




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