Page 253 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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alrededor mientras corría entre los árboles hasta salir al claro arrasado que el
rebaño en estampida había dejado en el campo pisoteado.
Mientras corría, llamé a Gudrun y ella me contestó. Su voz sonaba
ahogada, y venía acompañada de un martilleo. El hombre alado la había
encerrado bajo llave en la torre.
Cuando llegué al pie de la muralla del castillo, pisoteando restos de
pétalos rojos y tallos serpentinos, desplegué mi cuerda de cuero, la balanceé,
y envié su lazo hacia arriba para engancharlo con una de las almenas del
parapeto. Luego subí por la cuerda, mano sobre mano, sujetándola entre los
pies, rozándome los nudillos y los codos con la pared cada vez que me
balanceaba.
Estaba a cinco pies del parapeto cuando me sentí sacudido por el batir de
alas sobre mi cabeza. El hombre negro surgió del aire y aterrizó sobre la
galería. Sus rasgos eran rectos y regulares; no había ningún rastro negroide en
él. Sus ojos eran hendiduras rasgadas, y sus dientes refulgían en una sonrisa
salvaje de odio y triunfo. Durante mucho, mucho tiempo, había gobernado el
valle de las flores rojas, exigiendo su tributo de vidas humanas a las
miserables tribus de las colinas, exigiendo sus víctimas forcejeantes para
alimentar las flores carnívoras y medio animales que eran sus súbditas y
protectoras. Y ahora yo estaba a su merced, y mi ferocidad y mi astucia no
valían para nada. Un golpe del puñal retorcido que llevaba en la mano, y yo
caería a la muerte. En algún lugar, Gudrun, viendo el peligro en que me
encontraba, chillaba como una criatura salvaje, y entonces una puerta estalló
con el sonido de la madera astillándose.
El hombre negro, concentrado en regodearse, introdujo el afilado borde de
su puñal en la cuerda de cuero; y entonces un fuerte brazo blanco se cerró
alrededor de su cuello desde detrás, y fue obligado a retroceder
violentamente. Por encima de su hombro vi el bello rostro de Gudrun, su pelo
erizado, sus ojos dilatados por el terror y la furia.
Con un rugido se revolvió en su presa, se liberó de sus brazos apretados y
la arrojó contra la torre con tal fuerza que se quedó medio conmocionada.
Entonces se volvió de nuevo hacia mí, pero en ese instante ya había
conseguido encaramarme al parapeto, y salté dentro de la galería, liberando
mi hacha.
Por un instante titubeó, las alas medio levantadas, la mano balanceando el
puñal, como si dudara entre luchar o emprender el vuelo. Tenía una estatura
gigantesca, con músculos abultados en apretadas cordilleras por todo el
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