Page 254 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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cuerpo, pero titubeó, tan inseguro como un hombre que se enfrenta a una
bestia salvaje.
Yo no vacilé. Con un rugido profundo di un salto, agitando mi hacha con
toda mi fuerza de gigante. Con un grito estrangulado estiró los brazos; pero la
hoja del hacha se hundió entre ambos y convirtió su cabeza en una masa roja.
Me giré hacia Gudrun; poniéndose trabajosamente de rodillas, me rodeó
con sus brazos blancos en un abrazo desesperado de amor y terror, mirando
sobrecogida hacia donde yacía el señor alado del valle, la pulpa carmesí que
había sido su cabeza ahogada en un charco de sangre y sesos.
A menudo he deseado que fuera posible unir mis variadas vidas en un solo
cuerpo, combinando las experiencias de Hunwulf con los conocimientos de
James Allison. Si eso hubiera sido posible, Hunwulf habría atravesado la
puerta de ébano que Gudrun había hecho añicos con la fuerza de su
desesperación, para entrar en la extraña estancia que atisbo a través de los
paneles destruidos, llena de un mobiliario fantástico y de estanterías repletas
de rollos de pergamino. Habría desenrollado esos pergaminos y habría
estudiado absorto sus caracteres hasta descifrarlos, y habría leído, tal vez, las
crónicas de aquella extraña raza a cuyo último superviviente acababa de
matar. Seguramente la historia sería más extraña que un sueño del opio, y tan
maravillosa como la historia de la perdida Atlantis.
Pero Hunwulf no sentía tal curiosidad. Para él la torre, la estancia forrada
de ébano y los rollos de pergamino, carecían de significado, eran
inexplicables productos de la brujería, cuyo sentido residía únicamente en su
cariz diabólico. Aunque la solución al misterio estuviera al alcance de sus
dedos, se sentía tan lejano a él como James Allison, que aún tardaría milenios
en nacer.
Para mí, Hunwulf, el castillo no era más que una trampa monstruosa,
respecto a la cual sólo sentía una emoción, el deseo de escapar de ella tan
rápidamente como fuera posible.
Con Gudrun aferrándose a mí, me deslicé hasta el suelo, y luego con un
diestro giro liberé mi cuerda y la enrollé; y después de aquello nos
marchamos cogidos de la mano por el sendero abierto por los mamuts, que
ahora desaparecían en la distancia, en dirección al lago azul en el extremo sur
del valle, y hacia la grieta de los acantilados que había más allá.
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