Page 251 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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A pesar de la ágil fuerza de Gudrun, que era como la de una pantera, el

               hombre  negro  la  manejó  tan  fácilmente  como  había  manejado  al  hombre
               moreno. Levantando su blanco cuerpo forcejeante sobre la cabeza, la exhibió
               ante  mí  y  gritó  provocándome.  Su  pelo  dorado  se  derramaba  sobre  sus
               hombros  blancos  mientras  luchaba  en  vano,  gritándome  en  la  espantosa

               brutalidad  de  su  temor  y  su  horror.  Una  mujer  de  los  aesires  no  caía
               fácilmente en el terror abrumador. Medí la hondura de la maldad de su captor
               por sus gritos frenéticos.
                    Pero  permanecí  inmóvil.  Si  con  eso  la  hubiera  salvado,  me  habría

               zambullido  en  aquel  cenagal  carmesí  del  infierno,  para  ser  ensartado,
               desgarrado y chupado por aquellas flores diabólicas hasta quedar blanco. Pero
               eso  no  le  habría  servido  de  ayuda.  Mi  muerte  sólo  la  habría  dejado  sin
               defensor. Así que permanecí en silencio mientras se agitaba y lloriqueaba, y

               la risa del hombre negro envió oleadas rojas de furia a través de mi mente.
               Una vez, hizo el gesto de arrojarla entre las flores y mi voluntad de hierro
               cedió y casi me hizo zambullirme en ese mar rojo del infierno. Pero sólo fue
               un  gesto.  Pronto  la  devolvió  a  la  torre  y  la  arrojó  dentro.  Luego  se  volvió

               hacia el parapeto, apoyó los codos encima, y se dedicó a vigilarme. Parecía
               que estaba jugando con nosotros como un gato juega con un ratón antes de
               destruirlo.
                    Pero mientras miraba, volví la espalda y me introduje en el bosque. Yo,

               Hunwulf, no era un pensador, tal y como los hombres modernos entienden ese
               término. Vivía en una época en la que las emociones se traducían en el golpe
               de  un  hacha  de  pedernal  en  vez  de  en  las  emanaciones  del  intelecto.  Sin
               embargo,  tampoco  era  el  animal  sin  juicio  que  el  hombre  negro

               evidentemente  pensaba  que  era.  Tenía  un  cerebro  humano,  aguzado  en  la
               lucha eterna por la supervivencia y por la supremacía.
                    Sabía que no podía cruzar la franja roja que rodeaba el castillo y seguir
               vivo.  Antes  de  que  pudiera  dar  una  docena  de  pasos,  decenas  de  pinchos

               afilados se hundirían en mi piel, sus bocas ávidas chupando el líquido de mis
               venas para alimentar su ansia infernal. Ni siquiera mi fuerza de tigre serviría
               para abrirme camino a través de ellas.
                    El  hombre  alado  no  me  siguió.  Mirando  hacia  atrás,  vi  que  seguía

               recostado en la misma posición. Cuando yo, James Allison, vuelvo a soñar los
               sueños  de  Hunwulf,  esa  imagen  aparece  grabada  en  mi  mente,  esa  figura
               semejante  a  una  gárgola  con  los  codos  apoyados  en  el  parapeto,  como  un
               diablo medieval apostado sobre las almenas del infierno.







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