Page 305 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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producir pensamientos conscientes. Simplemente obedecía al ansia primitiva

               de huir… huir… hasta que cayó exhausto.
                    El negro muro de pinos le rodeaba interminablemente, de manera que le
               dominó la sensación de que no iba a ninguna parte. Pero pronto un sonido
               atravesó la bruma de su terror: el ruido regular e inexorable de pasos que le

               seguían.  Volviendo  la  cabeza,  vio  algo  corriendo  a  sus  espaldas.  Lobo  o
               perro, no podía saber qué era, pero sus ojos centelleaban como bolas de fuego
               verde.
                    Tragando saliva, incrementó su velocidad, giró tambaleante una curva, y

               oyó relinchar a un caballo; vio cómo se levantaba de patas, oyó la maldición
               de su jinete y vio el refulgir del acero azul en la mano levantada del hombre.
                    Se tambaleó y cayó, agarrándose al estribo del jinete.
                    —¡Por amor de Dios, ayúdeme! —jadeó—. ¡La cosa! ¡Mató a Branner…

               y viene a por mí! ¡Mire!
                    Bolas gemelas de fuego centellearon al borde de los arbustos en el recodo
               de la carretera. El jinete volvió a lanzar un juramento, y pisándole los talones
               a su blasfemia llegó el atronador estruendo de su revólver, una y otra vez. Las

               chispas del fuego se extinguieron, y el jinete, arrancando su estribo de manos
               de  Griswell,  espoleó  a  su  caballo  hacia  la  curva.  Griswell  se  levantó
               tambaleante, con todos sus miembros temblando. El jinete estuvo fuera de la
               vista apenas un momento; después volvió galopando.

                    —Se metió entre la maleza. Un lobo gris, supongo, aunque nunca había
               oído de ninguno que persiguiera a un hombre. ¿Sabe lo que era?
                    Griswell sólo pudo agitar la cabeza débilmente.
                    El  jinete,  recortado  contra  la  luz  de  la  luna,  le  miró  con  la  pistola

               humeante  todavía  levantada  en  su  mano  derecha.  Era  un  hombre  de
               complexión recia y estatura media; su sombrero de ala ancha de plantador y
               sus botas le revelaban como nativo de la región de forma tan inconfundible
               como la indumentaria de Griswell le identificaba como forastero.

                    —¿Qué es lo que está pasando aquí?
                    —No lo sé —contestó Griswell desamparado—. Mi nombre es Griswell.
               John Branner era el amigo que viajaba conmigo. Nos detuvimos en una casa
               abandonada junto a la carretera para pasar la noche. Algo… —el recuerdo le

               ahogó con una oleada de horror—. ¡Dios mío! —gritó—. ¡Debo de estar loco!
               ¡Algo vino y miró sobre la barandilla de la escalera… algo que tenía la cara
               amarilla! Creí que lo había soñado, pero debió de ser real. Entonces alguien
               empezó  a  silbar  en  el  piso  de  arriba,  y  Branner  se  levantó  y  subió  por  las

               escaleras caminando como un hombre dormido, o hipnotizado. Le oí gritar, o




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