Page 307 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
P. 307
—¡Pues sí! Había decenas de ellas posadas sobre el pasamanos del
porche.
Siguieron caminando en silencio durante un momento, antes de que
Buckner dijera bruscamente:
—He vivido en esta región toda mi vida. He pasado junto a la vieja casa
de Blassenville mil veces, por lo menos, y a todas horas del día y de la noche.
Pero nunca vi una paloma en ningún sitio cerca de ella, ni tampoco en
ninguna otra parte de estos bosques.
—Había decenas de ellas —repitió Griswell, perplejo.
—He visto hombres que juraban que vieron una bandada de palomas
posada en las barandillas al anochecer —dijo Buckner lentamente—. Negros,
todos ellos, excepto uno. Un vagabundo. Estaba haciendo un fuego en el
jardín, con la intención de acampar allí aquella noche. Yo pasé al lado cuando
oscurecía, y me contó lo de las palomas. Volví a la mañana siguiente. Vi las
cenizas de su fuego, y su taza de lata, y la sartén donde había frito el cerdo, y
sus mantas tenían el aspecto de que hubiera dormido en ellas. Nadie volvió a
verle jamás. Eso fue hace doce años. Los negros dicen que pueden ver a las
palomas, pero ningún negro quiere pasar por esta carretera entre el anochecer
y el amanecer. Dicen que las palomas son las almas de los Blassenville, que
salen del infierno con la puesta del sol. Los negros dicen que el resplandor
rojo del oeste es la luz del infierno, porque entonces se abren las puertas del
infierno, y los Blassenville se escapan.
—¿Quiénes fueron los Blassenville? —preguntó Griswell,
estremeciéndose.
—Fueron los dueños de toda esta tierra. Una familia franco-inglesa.
Llegaron de las Antillas antes de la Compra de Luisiana. La Guerra Civil los
arruinó, como a tantos otros. Algunos murieron en la Guerra; la mayoría de
los demás se extinguieron. Nadie ha vivido en la mansión desde 1890, cuando
la señorita Elizabeth Blassenville, la última de la estirpe, huyó una noche de
la vieja casa como si estuviera contaminada, y nunca volvió a ella… ¿este es
su coche?
Se detuvieron junto al coche, y Griswell miró morbosamente la macabra
casa. Sus polvorientos ventanales estaban vacíos y negros; pero no le parecían
ciegos. Le parecía que unos ojos espeluznantes le miraran fija y
hambrientamente a través de aquellos cristales. Buckner repitió su pregunta.
—Sí. Tenga cuidado. Hay una serpiente en el asiento… o la había.
—Ahora no —gruñó Buckner, atando su caballo y sacando una linterna
eléctrica de la bolsa de la silla—. Bueno, echemos un vistazo.
Página 307