Page 34 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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salvajes  en  aquellas  tierras  perdidas  que  apenas  habían  visto  a  un  hombre

               blanco. Pero parecía increíble que ninguno de los árabes que habían hecho
               incursiones en Somalia durante mil años no hubiera tropezado con Eridu y
               hubiera disparado. Pero resultó que era verdad; era otro de esos caprichos del
               destino, como los lobos y los gatos monteses que todavía se encuentran en el

               estado de Nueva York, o aquellos extraños pueblos prearios con los que uno
               se  encuentra  en  pequeñas  comunidades  en  las  colinas  de  Connaught  y
               Galway.  Estoy  seguro  de  que  se  habían  producido  grandes  incursiones  de
               esclavistas  apenas  a  unas  millas  de  Eridu,  pero  los  árabes  no  la  habían

               encontrado  y  no  les  habían  dejado  grabado  el  significado  de  las  armas  de
               fuego.
                    »Así que le dije a Conrad:
                    »—¡Síguele la corriente, bobo! Si puedes persuadirla para que nos deslice

               un arma, tendremos una mínima oportunidad.
                    »Así que Conrad hizo de tripas corazón y empezó a hablar a Naluna de
               forma  más  bien  nerviosa.  No  sé  qué  tal  se  le  habría  dado,  pues  no  era
               precisamente  un  donjuán,  pero  Naluna  se  arrimó  a  él,  para  su  bochorno,  y

               escuchó su titubeante somalí con el alma asomándole por los ojos. El amor
               florece repentina e inesperadamente en Oriente.
                    »Sin embargo, una voz perentoria procedente del exterior de nuestra celda
               hizo que Naluna diera un salto y saliera con gran precipitación. Mientras se

               iba,  apretó  la  mano  de  Conrad  y  le  susurró  al  oído  algo  que  él  no  pudo
               entender, aunque sonó muy apasionado.
                    »Poco después de que se fuera, la celda volvió a abrirse y apareció una
               hilera de silenciosos guerreros de piel morena. Una especie de jefe, a quienes

               el resto llamaban Gorat, nos hizo gestos para que saliéramos. Bajamos por un
               pasillo  largo  y  oscuro  con  columnatas,  en  perfecto  silencio  excepto  por  el
               suave roce de sus sandalias y las pisadas de nuestras botas sobre las baldosas.
               Alguna antorcha ocasional que ardía sobre las paredes o en un nicho de las

               columnas  iluminaba  el  camino  vagamente.  Por  fin  desembocamos  en  las
               calles vacías de la ciudad silenciosa. Ningún centinela recorría las calles o los
               muros, ninguna luz asomaba desde dentro de las casas de techo liso. Era como
               recorrer las calles de una ciudad fantasma. No tengo ni idea de si cada noche

               en Eridu era así, o si la gente permanecía en el interior porque era una ocasión
               especial y terrible.
                    »Descendimos por las calles hacia el lado del lago que daba a la ciudad.
               Allí atravesamos una pequeña puerta del muro, sobre la cual, observé con un

               leve escalofrío, estaba tallada una calavera sonriente, y nos encontramos fuera




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