Page 37 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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un  estanque.  Iba  vestida  con  un  tejido  ligero  y  resplandeciente  que  apenas

               velaba su cuerpo sinuoso y sus miembros esbeltos. Bailó ante Sostoras y la
               Voz  de  El-Lil  como  las  mujeres  de  su  raza  habían  bailado  en  la  antigua
               Sumeria cuatro mil años antes.
                    »No puedo ni empezar a describir aquella danza. Hizo que me helase y

               temblara  y  ardiese  por  dentro.  Oí  a  Conrad  respirando  a  bocanadas  y
               estremeciéndose como un junco al viento. Desde algún lado llegaba música
               que era antigua cuando Babilonia era joven, música tan elemental como el
               fuego en los ojos de una tigresa, y tan carente de alma como una medianoche

               africana.  Y  Naluna  bailaba.  Su  danza  era  un  torbellino  de  fuego,  viento  y
               pasión, y de todas las fuerzas elementales. De todos los fundamentos básicos
               y  primigenios,  absorbía  los  principios  subyacentes  y  los  combinaba  en  un
               movimiento de peonza. Hizo que el universo se estrechara hasta condensar su

               significado  en  la  punta  de  una  daga,  y  sus  pies  ágiles  y  su  cuerpo
               resplandeciente destejieron los laberintos del único Pensamiento central. Su
               danza aturdía, exaltaba, enloquecía e hipnotizaba.
                    »Mientras giraba y se contorsionaba, era la Esencia elemental, una y parte

               de todos los impulsos poderosos y de todos los poderes activos o dormidos: el
               sol, la luna, las estrellas, el ciego ascenso a tientas de las raíces ocultas hacia
               la luz, el fuego del horno, las chispas del yunque, el aliento del cervato, las
               garras del águila. Naluna bailaba, y su baile era el Tiempo y la Eternidad, el

               ansia de la Creación y el ansia de la Muerte; el nacimiento y la disolución en
               uno, la edad y la infancia combinadas.
                    »Mi  mente  atónita  rehusó  conservar  más  impresiones;  la  muchacha  se
               fundió  en  un  parpadeo  de  fuego  blanco  ante  mis  ojos  borrosos;  entonces

               Sostoras hizo sonar una nota ligera en la Voz y cayó a sus pies, como una
               sombra  blanca  y  temblorosa.  La  luna  empezaba  a  resplandecer  sobre  los
               acantilados de Oriente.
                    »Los  guerreros  nos  agarraron.  A  mí  me  ataron  a  una  de  las  columnas

               exteriores. A Conrad lo arrastraron hasta el círculo interior y lo ataron a una
               columna  directamente  frente  al  gran  gong.  Vi  a  Naluna,  blanca  bajo  el
               resplandor creciente, mirarle cansinamente, y luego lanzarme a mí una mirada
               llena  de  significado,  mientras  desaparecía  de  la  vista  entre  las  oscuras  y

               tétricas columnas.
                    »El  viejo  Sostoras  hizo  un  gesto  y  de  las  sombras  salió  un  marchito
               esclavo negro que parecía increíblemente viejo. Tenía los rasgos ajados y la
               mirada vacía de un sordomudo, y el sacerdote-rey le ofreció el mazo dorado.

               Entonces Sostoras retrocedió y se puso a mi lado, mientras Gorat hacía una




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