Page 56 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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hasta que el filo del hacha se dobló, y el hacha misma se convirtió en poco
más que una porra; y aplasté cráneos, abrí cabezas, astillé huesos, derramé
sangre y sesos en un sacrificio rojo a Il-Marenin, dios del Pueblo de la
Espada.
Sangrando por medio centenar de heridas, cegado por una cuchillada que
me atravesaba los ojos, sentí un cuchillo de sílex hundirse profundamente en
mi ingle y en el mismo instante una maza me abrió el cuero cabelludo. Caí de
rodillas pero volví a levantarme tambaleante, y vi en una espesa niebla roja un
círculo de caras que sonreían impúdicas con los ojos rasgados. Lancé una
cuchillada como ataca un tigre moribundo, y las caras se separaron en un
horror rojo.
Mientras me inclinaba, desequilibrado por la furia de mi acometida, una
mano con garras me atenazó la garganta y una hoja de pedernal se hundió en
mis costillas y se retorció ponzoñosamente. Bajo una lluvia de golpes volví a
caer, pero el hombre del cuchillo estaba detrás de mí, y con la mano izquierda
lo encontré y le partí el cuello antes de que pudiera escurrirse
contorsionándose.
Mi vida se esfumaba rápidamente; a través del siseo y el aullido de los
Hijos, podía oír la voz de Il-Marenin. Pero una vez más me alcé tercamente, a
través de un auténtico torbellino de porras y lanzas. Ya no podía ver a mis
enemigos, ni siquiera sumidos en una niebla roja. Pero podía sentir sus golpes
y sabía que me rodeaban por todas partes. Afirmé los pies, agarré el
resbaladizo mango de mi hacha con ambas manos, e invocando una vez más a
Il-Marenin, levanté el hacha y lancé un espantoso golpe final. Y debí de morir
de pie, pues no tuve sensación de caer; mientras sabía, con una última
emoción de salvajismo, que mataba, igual que sentía los cráneos destrozados
bajo mi hacha. La oscuridad llegó con el olvido.
Recuperé repentinamente el sentido. Estaba medio recostado en un gran
sillón y Conrad me aplicaba agua. La cabeza me dolía y una gota de sangre se
había medio secado sobre mi cara. Kirowan, Taverel y Clemants se inclinaban
sobre mí, ansiosos, mientras Ketrick se limitaba a permanecer en pie
sujetando todavía el mazo, su rostro aplicado en un gesto de educada
perturbación que sus ojos no mostraban. Al ver aquellos ojos malditos, una
locura roja brotó dentro de mí.
—Vean —estaba diciendo Conrad—. Les dije que volvería en sí en
seguida; sólo es un golpe de refilón. Los ha recibido peores. ¿Se encuentra
bien ya, O’Donnel?
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