Page 55 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Mi cerebro estuvo a punto de estallar de furia cuando pensé que era con

               estas alimañas con quienes tenía que saciar mi hacha y perecer. ¡Bah! No hay
               gloria  alguna  en  matar  serpientes  o  en  morir  de  su  picadura.  Toda  aquella
               rabia  y  aquel  feroz  disgusto  se  dirigían  hacia  los  objetos  de  mi
               aborrecimiento, y con la neblina roja ondulando ante mí, por todos los dioses

               que  conocía  juré  que  iba  a  provocar  tal  matanza  roja  antes  de  morir  que
               dejaría un recuerdo de horror grabado en las mentes de los supervivientes.
                    Mi  pueblo  no  me  honraría,  tal  era  el  desprecio  que  reservaba  para  los
               Hijos. Pero los Hijos que dejara vivos me recordarían y se estremecerían. Así

               lo  juré,  aferrando  ferozmente  mi  hacha,  que  era  de  bronce,  inserta  en  una
               hendidura de mango de roble y atada firmemente con cinta de cuero.
                    Oí  delante  de  mí  un  murmullo  repelente  y  sibilante,  y  una  peste  vil  se
               filtró  hasta  mí  a  través  de  los  árboles,  un  hedor  humano,  pero  menos  que

               humano. Al cabo de unos momentos, emergí de las sombras profundas en un
               gran espacio abierto. Nunca había visto un poblado de los Hijos. Había una
               acumulación de bóvedas de tierra, con entradas bajas hundidas en el suelo. Y
               sabía, por lo que decían los guerreros viejos, que estos habitáculos estaban

               conectados  por  pasillos  subterráneos,  de  forma  que  el  poblado  entero  era
               como  un  hormiguero,  o  un  conjunto  de  madrigueras  de  serpientes.  Me
               pregunté si no habría otros túneles que partieran bajo el suelo y emergieran a
               larga distancia de los poblados.

                    Ante las bóvedas se apelotonaba un enorme grupo de aquellas criaturas,
               siseando y farfullando a gran velocidad.
                    Yo había acelerado mi ritmo, y ahora que ya no estaba a cubierto, corría
               con  la  ligereza  de  mi  raza.  Un  clamor  salvaje  surgió  de  la  chusma  cuando

               vieron al vengador, alto, manchado de sangre y con ojos centelleantes, saltar
               desde el bosque, y yo grité con ferocidad, arrojé la cabeza goteante entre ellos
               y salté como un tigre herido en medio del tropel.
                    ¡Oh,  ya  no  tenían  forma  de  escapar!  Podrían  haberse  retirado  a  sus

               túneles, pero les habría seguido hasta las mismas entrañas del infierno. Sabían
               que  debían  matarme,  y  se  estrecharon  a  mi  alrededor,  con  la  fuerza  de  un
               centenar, para hacerlo.
                    No hubo ninguna llamarada salvaje de gloria en mi mente, tal y como la

               habría  habido  si  luchara  contra  enemigos  dignos.  Pero  la  antigua  locura
               desenfrenada  de  mi  raza  alborotaba  mi  sangre,  y  el  olor  de  la  sangre  y  la
               destrucción llenaba mi olfato.
                    No sé cuántos maté. Sólo sé que se apiñaron alrededor de mí en una masa

               convulsa y desgarradora, como serpientes alrededor de un lobo, y que ataqué




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