Page 53 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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habrían atrevido a plantarse delante de ellos en condiciones de igualdad. Yo,

               Aryara, había traicionado la confianza depositada en mí.
                    Sí; recordaba. Me había dormido y en mitad de un sueño de caza, el fuego
               y las chispas habían estallado en mi cabeza y me había zambullido en una
               oscuridad más profunda, donde no había sueños. Y ahora llegaba el castigo.

               Los que se habían deslizado a través del espeso bosque y me habían dejado
               sin  sentido  no  se  habían  detenido  para  mutilarme.  Creyéndome  muerto,  se
               habían  apresurado  a  hacer  su  espeluznante  trabajo.  Ahora  puede  que  se
               hubieran olvidado de mí durante un rato. Yo estaba sentado un poco apartado

               de los demás, y cuando me golpearon, caí bajo unos arbustos. Pero pronto se
               acordarían de mí. No volvería a cazar, no volvería a bailar en las danzas de la
               caza, el amor y la guerra, no volvería a ver las chozas de barro del Pueblo de
               la Espada.

                    Pero no tenía ningún deseo de escapar de regreso a mi pueblo. ¿Acaso
               debía volver cabizbajo con mi historia de infamia y desgracia? ¿Debía oír las
               palabras de desdén que mi tribu me arrojaría, ver a las muchachas señalar con
               dedos despectivos al joven que se quedó dormido y traicionó a sus camaradas

               a los cuchillos de las alimañas?
                    Las lágrimas afloraron a mis ojos, y un odio profundo se hinchó en mi
               pecho  y  en  mi  mente.  Nunca  podría  blandir  la  espada  que  distinguía  al
               guerrero.  No  podría  triunfar  sobre  enemigos  dignos  y  morir  gloriosamente

               bajo las flechas de los pictos o las hachas del Pueblo Lobo o el Pueblo del
               Río. Encontraría la muerte bajo una chusma nauseabunda, a la que los pictos
               habían expulsado hacía mucho a sus madrigueras del bosque como si fueran
               ratas.

                    La rabia furiosa me atenazó y secó mis lágrimas, sustituyéndolas por una
               llamarada salvaje de cólera. Si semejantes reptiles iban a provocar mi caída,
               haría  que  fuese  una  caída  recordada  mucho  tiempo;  si  es  que  esas  bestias
               tenían memoria.

                    Avanzando cautelosamente, palpé hasta que puse la mano sobre el mango
               del hacha; luego invoqué a Il-Marenin y me abalancé con un salto de tigre. Y
               con un salto de tigre, me encontré entre mis enemigos y aplasté un cráneo
               pequeño como un hombre aplasta la cabeza de una serpiente. Un repentino

               clamor  de  miedo  salvaje  surgió  de  mis  víctimas,  y  durante  un  instante  se
               acercaron rodeándome, lanzando hachazos y puñaladas. Un cuchillo desgarró
               mi pecho, pero no le presté atención. Una niebla roja onduló ante mis ojos, y
               mi cuerpo y mis miembros se movieron en sintonía perfecta con mi cerebro

               listo para el combate. Gruñendo, lanzando hachazos y golpeando, fui un tigre




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