Page 57 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Entonces los empujé a un lado, y con un solo gruñido profundo de odio

               me  arrojé  contra  Ketrick.  Tomado  completamente  por  sorpresa,  no  tuvo
               ocasión  de  defenderse.  Mis  manos  se  cerraron  sobre  su  garganta  y  caímos
               juntos sobre las ruinas de un diván. Los otros gritaron con asombro y horror y
               saltaron para separarnos, o más bien, para separarme a mí de mi víctima, pues

               los ojos rasgados de Ketrick ya empezaban a saltar de sus órbitas.
                    —¡Por amor de Dios, O’Donnel! —exclamó Conrad, intentando romper
               mi presa— ¿Qué le ha dado? Ketrick no quiso golpearle; ¡suéltele, idiota!
                    Me sentí casi abrumado por una cólera feroz contra aquellos hombres que

               eran mis amigos, hombres de mi propia tribu, y juré contra ellos y su ceguera,
               cuando por fin consiguieron apartar mis dedos estranguladores de la garganta
               de Ketrick. Se sentó y carraspeó y exploró las marcas azules que mis dedos le
               habían dejado, mientras yo maldecía enfurecido, casi venciendo los esfuerzos

               combinados de los cuatro para sujetarme.
                    —¡Necios! —grité—. ¡Soltadme! ¡Dejadme cumplir con mi deber como
               hombre de la tribu! ¡Necios ciegos! No me importa el insignificante golpe que
               me  propinó,  él  y  los  suyos  me  dieron  golpes  más  fuertes  que  ese,  en  eras

               pasadas.  ¡Necios,  está  señalado  con  la  marca  de  la  bestia,  del  reptil,  de  la
               alimaña que exterminamos hace siglos! ¡Debo aplastarle, pisotearle, librar al
               mundo de su maldita contaminación!
                    Así desvarié y forcejeé, y Conrad gritó entrecortadamente a Ketrick por

               encima del hombro:
                    —¡Váyase,  rápido!  ¡Ha  perdido  la  cabeza!  ¡Está  fuera  de  sus  cabales!
               Aléjese de él.
                    Contemplo las antiguas colinas maravillosas y los bosques profundos más

               allá  y  me  asombro.  De  alguna  forma,  aquel  golpe  del  antiguo  mazo  me
               devolvió a otra época y otra vida. Mientras fui Aryara, no tuve conocimiento
               de ninguna otra vida. No fue un sueño; fue un pedazo de realidad perdida en
               el que yo, John O’Donnel, había vivido y muerto antaño, y de regreso al cual

               fui arrastrado a través de los abismos del tiempo y el espacio por un golpe
               casual. El tiempo y las eras son sólo ruedecillas que no encajan, que giran
               ignorándose unas a otras. Ocasionalmente —¡en ocasiones muy raras!— los
               dientes  encajan;  los  pedazos  del  plano  se  unen  momentáneamente  y

               proporcionan a los hombres difusos vistazos más allá del velo de esta ceguera
               cotidiana que llamamos realidad.
                    Soy  John  O’Donnel  y  fui  Aryara,  que  soñó  con  sueños  de  la  gloria
               guerrera y la gloria de la caza y la gloria de los festines, y que murió sobre el

               rojo montón de sus víctimas en alguna era perdida. Pero ¿en qué era y dónde?




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