Page 52 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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apretándome las costillas. Entonces las brumas se aclararon y volví en mí por
completo.
Estaba tumbado de espaldas, bajo algunos arbustos, y la cabeza me
palpitaba furiosamente. Mi pelo estaba apelmazado y cuajado de sangre, pues
tenía el cuero cabelludo abierto. Pero mis ojos descendieron por mi cuerpo y
mis extremidades, desnudos excepto por un taparrabos y unas sandalias del
mismo material, y no encontré ninguna otra herida. Lo que me apretaba tan
incómodamente las costillas era el hacha, sobre el cual había caído.
Un barboteo detestable alcanzó mis oídos y me aguijoneó hasta que
recuperé la conciencia con toda claridad. El ruido se parecía lejanamente a un
idioma, pero a ningún idioma al que los hombres estén acostumbrados.
Sonaba como el siseo repetido de muchas serpientes grandes.
Miré a mi alrededor. Yacía en un gran bosque en penumbra. El claro
estaba en sombras, así que incluso durante el día estaba muy oscuro. Sí, el
bosque era oscuro, frío, silencioso, gigantesco y completamente escalofriante.
Y miré hacia el claro.
Vi una carnicería. Cinco hombres yacían allí… o al menos, lo que habían
sido cinco hombres. Al fijarme en las repugnantes mutilaciones, mi alma se
sintió asqueada. Y alrededor de ellos se apiñaban las… Cosas. Eran humanas,
en cierta manera, aunque no las consideré como tales. Eran cortas y
rechonchas, con cabezas anchas demasiado grandes para sus cuerpos
escuálidos. Su pelo era serpentino y elástico, sus rostros anchos y cuadrados,
con narices chatas, ojos repugnantemente rasgados, una fina hendidura como
boca, y orejas puntiagudas. Vestían pieles de animales, como yo, pero sus
pieles estaban burdamente curtidas. Llevaban pequeños arcos y flechas con
punta de sílex, y cuchillos y porras de sílex. Y conversaban en un idioma tan
repugnante como ellos mismos, un idioma siseante y reptilesco que me
llenaba de horror y aborrecimiento.
¡Oh!, mientras estaba allí tumbado sentí que los odiaba; mi cerebro ardía
con furia al rojo blanco. Y entonces recordé. Habíamos cazado, los seis
jóvenes del Pueblo de la Espada, y habíamos vagado hasta perdernos en el
bosque macabro que nuestro pueblo por lo general evitaba. Fatigados por la
persecución, nos habíamos detenido para descansar; a mí se me había
asignado la primera guardia, pues en aquellos días no había sueño seguro sin
un centinela. La vergüenza y el aborrecimiento agitaron todo mi ser. Me había
dormido; había traicionado a mis camaradas. Y ahora yacían acuchillados y
destrozados, sacrificados mientras dormían, por alimañas que nunca se
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