Page 63 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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que no podía evitar. Luego una palpitación sorda en la cabeza le atormentó y

               quiso  llevarse  las  manos  a  ella.  Fue  entonces  cuando  se  dio  cuenta  de  que
               estaba atado de pies y manos, lo cual no era una experiencia completamente
               nueva. Al aclarársele la vista, descubrió que estaba atado al mástil del dragón
               cuyos  guerreros  le  habían  derribado.  No  entendía  por  qué  le  habían

               perdonado, pues si le conocían lo más mínimo debían de saber que era un
               forajido, un proscrito de su propio clan, que no pagaría rescate ni para salvarle
               de los pozos del Infierno.
                    El  viento  había  disminuido  en  gran  medida,  pero  el  mar  estaba

               encrespado, lo cual agitaba el barco como una astilla, hundiéndolo en abismos
               profundos  para  después  levantarlo  sobre  crestas  espumeantes.  Una  luna
               plateada y redonda, que asomaba a través de nubes desgarradas, iluminaba el
               oleaje furioso. El gaélico, criado en la salvaje costa oeste de Irlanda, sabía que

               el  barco  serpiente  estaba  tocado.  Lo  notaba  por  la  forma  en  que  se  movía
               torpemente,  hundiéndose  en  la  espuma,  escorándose  con  el  impulso  de  las
               olas.  No  era  de  extrañar,  la  tempestad  que  había  estado  asolando  aquellas
               aguas sureñas había bastado para dañar incluso una nave tan recia como las

               que construían estos vikingos.
                    El mismo vendaval había atrapado al bajel francés en el que Turlogh iba
               como pasajero, apartándolo de su rumbo y llevándolo hacia el sur. Los días y
               las noches habían sido un caos ciego y aullante en el que el barco había sido

               vapuleado, mientras volaba como un pájaro herido delante de la tormenta. Y
               en mitad del castigo de la tempestad, una proa con forma de pico se había
               cernido  sobre  la  popa  de  la  nave,  más  baja  y  más  ancha,  y  los  garfios  se
               habían hundido en ella. Sin duda aquellos nórdicos eran lobos y el ansia de

               sangre que ardía en sus corazones no era humano. Bajo el terror y el estrépito
               de  la  tormenta,  saltaron  aullando  al  abordaje,  y  mientras  los  cielos
               embravecidos arrojaban toda su cólera sobre ellos, y cada golpe de las aguas
               frenéticas  amenazaba  con  engullir  a  ambos  barcos,  aquellos  lobos  de  mar

               saciaron  su  furia  hasta  hartarse;  eran  verdaderos  hijos  del  mar,  cuya  rabia
               salvaje  reverberaba  en  sus  abultados  pechos.  Había  sido  una  masacre,  más
               que  un  combate;  el  celta  era  el  único  hombre  capaz  de  luchar  a  bordo  del
               barco  condenado;  y  ahora  recordaba  la  extraña  familiaridad  de  la  cara  que

               había atisbado justo antes de que le derribaran. ¿Quién…?
                    —¡Te saludo, mi valiente dalcasiano, hacía mucho que no nos veíamos!
                    Turlogh  miró  al  hombre  que  tenía  delante,  con  los  pies  firmemente
               anclados  sobre  la  cubierta.  Tenía  una  enorme  estatura,  pues  era  al  menos

               media cabeza más alto que Turlogh, que alcanzaba de sobra más de seis pies.




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