Page 65 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Turlogh inclinó la cabeza hacia la gran tajada y la desgarró con voracidad.

               El  sajón  le  contempló  un  instante,  y  luego  se  alejó.  Un  hombre  extraño,
               reflexionó Turlogh, este sajón renegado que cazaba con la manada de lobos
               del norte, un guerrero salvaje en la batalla, pero con rastros de nobleza en su
               constitución que le distinguían de los hombres con quienes se asociaba.

                    La  nave  cabeceó  ciegamente  durante  toda  la  noche,  y  Athelstane,  que
               regresó con un gran cuerno de cerveza espumeante, subrayó el hecho de que
               las nubes volvían a reunirse, oscureciendo el rostro furioso del mar. Dejó las
               manos  del  gaélico  desatadas,  pero  Turlogh  seguía  amarrado  al  mástil  con

               firmeza por las cuerdas que le rodeaban las piernas y el cuerpo. Los piratas no
               prestaban atención a su prisionero; estaban demasiado ocupados impidiendo
               que su nave mutilada se fuera a pique.
                    Por último Turlogh creyó oír de vez en cuando un rugido profundo por

               encima  del  estrépito  de  las  olas.  Fue  creciendo  en  volumen,  y  cuando  los
               oídos  duros  de  los  nórdicos  lo  oyeron,  el  barco  saltó  como  un  caballo
               espoleado, con todos sus tablones tensos. Como por arte de magia las nubes,
               iluminándose  con  el  amanecer,  se  apartaron  a  ambos  lados,  mostrando  una

               desolación  de  aguas  grises  y  agitadas,  y  una  larga  muralla  de  olas  que
               rompían justo enfrente. Más allá de la furia espumeante de los arrecifes se
               adivinaba  la  tierra,  aparentemente  una  isla.  El  rugido  creció  hasta  alcanzar
               proporciones ensordecedoras, y el barco, atrapado en la violencia de la marea,

               se lanzó de cabeza hacia su fin. Turlogh vio a Lodbrog esforzándose, su larga
               barba  flotando  al  viento  mientras  alzaba  los  puños  y  vociferaba  órdenes
               fútiles. Athelstane llegó corriendo a través de la cubierta.
                    —Todos  tendremos  pocas  posibilidades  —gruñó  mientras  cortaba  las

               ligaduras del gaélico—, pero tú tendrás tantas como el resto…
                    Turlogh se puso en pie de un salto, libre.
                    —¿Dónde está mi hacha?
                    —En  el  armero.  Pero  por  la  sangre  de  Thor,  hombre  —se  maravilló  el

               gran sajón—, no querrás cargar con peso ahora…
                    Turlogh  había  agarrado  el  hacha  y  la  confianza  fluyó  como  el  vino  a
               través de sus venas al notar el tacto familiar del mango delgado y grácil. Su
               hacha  formaba  parte  de  él  tanto  como  su  mano  derecha;  si  debía  morir,

               deseaba morir con ella en la mano. Rápidamente la deslizó en su cinto. Le
               habían despojado de toda su armadura cuando le capturaron.
                    —Hay  tiburones  en  estas  aguas  —dijo  Athelstane,  preparándose  para
               quitarse la cota de malla—. Si tenemos que nadar…







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