Page 69 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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pero un pájaro como no se ha visto en el resto del mundo desde hace muchas
eras. Se alzaba hasta unos doce pies de altura, y su maligna cabeza con los
perversos ojos rojos y su cruel pico curvo, era tan grande como la cabeza de
un caballo. El cuello largo y curvo era más grueso que el muslo de un hombre
y los enormes pies con garras podrían haber apresado a la mujer como un
águila apresa un gorrión.
Todo esto lo vio Turlogh en una mirada, mientras saltaba entre el
monstruo y su presa, que se derrumbó con un grito sobre la playa. Aquello se
irguió sobre él como una montaña de muerte, y el maligno pico cayó como
una flecha, mellando el escudo que había levantado y haciendo que se
tambaleara con el impacto. Él atacó en el mismo instante, pero el afilado
hacha se hundió sin hacer daño en un colchón de plumas puntiagudas. Una
vez más, el pico relampagueó y su salto lateral le salvó la vida por un pelo. Y
entonces Athelstane llegó corriendo y, fijando firmemente sus pies, giró su
enorme espada con ambas manos y con todas sus fuerzas. La poderosa hoja
cortó una de las patas parecidas a árboles bajo la rodilla, y con un chirrido
repugnante, el monstruo cayó de costado, aleteando salvajemente con sus
cortas alas pesadas. Turlogh hundió el pincho de su hacha en medio de los
ojos feroces y el pájaro gigantesco dio una patada convulsiva y se quedó
inmóvil.
—¡Sangre de Thor! —Los ojos grises de Athelstane centelleaban con el
ansia de la batalla—. En verdad hemos llegado al confín del mundo…
—Vigila el bosque por si viniera otro —replicó Turlogh, volviéndose
hacia la mujer que se había puesto en pie y jadeaba, los ojos abiertos de
asombro. Era un ejemplar espléndido y joven, alta, de miembros esbeltos,
delgada y bien formada. Su único atavío era un pedazo simple de seda que
colgaba descuidadamente entre sus caderas. Pero aunque la escasez de ropa
sugería el salvajismo, su piel era de un blanco nevado, su pelo suelto del oro
más puro, y sus ojos grises. Por fin habló apresuradamente, tartamudeando, en
la lengua de los nórdicos, como si no la hubiera hablado en años.
—¿Quiénes…? ¿Quiénes sois, hombres? ¿De dónde venís? ¿Qué hacéis
en la Isla de los Dioses?
—¡Sangre de Thor! —murmuró el sajón—. ¡Es de nuestra propia especie!
—¡No de la mía! —replicó Turlogh, incapaz incluso en un momento así
de olvidar su odio hacia la gente del Norte.
La muchacha los miró con curiosidad.
—El mundo debe de haber cambiado mucho desde que lo abandoné —
dijo, evidentemente con pleno control de sí misma una vez más—. Si no, ¿por
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