Page 64 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Sus piernas eran como columnas, sus brazos como si estuvieran hechos de
roble y hierro. Su barba era de un oro quebradizo, semejante al de los
brazaletes que llevaba. Una camisa de malla reforzaba su apariencia bélica, al
igual que el casco con cuernos parecía incrementar su estatura. Pero no había
ira en los tranquilos ojos grises que miraban con calma a los ojos azules e
incandescentes del gaélico.
—¡Athelstane, el sajón!
—Sí… han pasado muchos días desde que me diste esto —el gigante
señaló una fina cicatriz blanca sobre su sien—. Parecemos condenados a
encontrarnos en noches de furia; primero cruzamos los aceros la noche que
quemaste el skalli de Thorfel. Luego caí ante tu hacha y me salvaste de los
pictos de Brogar… el único entre todos los que seguían a Thorfel. Esta noche
fui yo quien te derribó a ti.
Tocó la gran espada para dos manos atada a sus hombros, y Turlogh
maldijo.
—No, no me injuries —dijo Athelstane con expresión dolorida—, podría
haberte matado en el fragor de la batalla; te golpeé con lo plano, pero como sé
que los irlandeses tenéis el cráneo duro, golpeé con ambas manos. Llevas
horas sin sentido. Lodbrog te habría matado con el resto de la tripulación del
mercante, pero yo reclamé tu vida. Pero los vikingos sólo aceptaron
perdonarte con la condición de que estés atado al mástil. Te conocen de
antaño.
—¿Dónde estamos?
—No me preguntes. La tormenta nos ha alejado de nuestro rumbo. Nos
dirigíamos a saquear las costas de España. Cuando el azar nos hizo
encontrarnos con vuestro barco, por supuesto que aprovechamos la
oportunidad, pero sacamos escaso botín. Ahora nos dejamos llevar por la
deriva, sin saber adónde vamos. El timón está roto y el barco entero está
tocado. Por lo que sé, podríamos dirigirnos al mismo confín del mundo. Jura
unirte a nosotros y te soltaré.
—¡Juro unirme a las huestes del Infierno! —gruñó Turlogh—. Prefiero
hundirme con el barco y dormir eternamente bajo las aguas verdes, atado a
este mástil. ¡Sólo me arrepiento de no poder enviar más lobos marinos a
unirse al centenar que ya he enviado al Purgatorio!
—Bueno, bueno —dijo Athelstane con tolerancia—, un hombre tiene que
comer… mira… te soltaré las manos como mínimo… ahora, hinca los dientes
en esta tajada de carne.
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