Page 67 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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troncos  estaban  tan  juntos  que  su  vista  no  consiguió  penetrar  en  la  selva.

               Athelstane estaba en pie a cierta distancia sobre una franja de arena que se
               introducía en el mar. El enorme sajón se apoyaba en su gran espada y miraba
               hacia los arrecifes.
                    Desperdigadas  por  la  playa  yacían  las  figuras  rígidas  que  el  mar  había

               llevado hasta la orilla. Un repentino gruñido de satisfacción brotó de labios de
               Turlogh. A sus mismos pies había un regalo de los dioses; un vikingo yacía
               muerto, con su armadura completa, que incluía el casco y la cota de malla que
               no había tenido tiempo de quitarse cuando el barco se fue a pique, y Turlogh

               vio que eran los suyos. Incluso el ligero escudo redondo atado a la espalda del
               nórdico  era  el  suyo.  Turlogh  apenas  se  paró  a  preguntarse  cómo  habían
               acabado  todos  sus  arreos  en  posesión  de  un  solo  hombre,  y  rápidamente
               desvistió al muerto y se puso el casco liso y redondo y la cota de malla negra.

               Así protegido cruzó la playa hacia Athelstane, los ojos centelleando de forma
               poco amistosa.
                    El sajón se volvió cuando se aproximó a él.
                    —Te  saludo,  gaélico  —le  recibió—.  Somos  los  únicos  que  quedamos

               vivos  de  todos  los  que  íbamos  embarcados  con  Lodbrog.  El  mar  verde  y
               hambriento se los ha bebido a todos. ¡Te debo la vida, por Thor! Con el peso
               de mi malla, y con el golpe en la cabeza que me di con la borda, habría sido
               comida para los tiburones con toda seguridad, de no ser por ti. Ahora parece

               un sueño.
                    —Tú me salvaste la vida —gruñó Turlogh—, y yo te la salvé a ti. Ahora
               la deuda está pagada, las cuentas están saldadas, así que levanta la espada y
               pongamos fin a esto.

                    Athelstane se quedó mirándole.
                    —¿Deseas luchar conmigo? ¿Por qué…? ¿Qué…?
                    —¡Aborrezco a tu raza como aborrezco a Satanás! —rugió el gaélico, con
               un tinte de locura en sus ojos incandescentes— ¡Tus lobos han saqueado a mi

               pueblo durante quinientos años! ¡Las ruinas humeantes de las tierras del sur,
               los mares de sangre derramada, reclaman venganza! ¡Los gritos de un millar
               de muchachas violadas resuenan en mis oídos, día y noche! ¡Ojalá el Norte
               tuviera un solo pecho para que mi hacha lo hendiera!

                    —Pero yo no soy nórdico —tronó el gigante, molesto.
                    —Mayor  vergüenza  para  ti,  renegado  —dijo  delirante  el  enloquecido
               gaélico—. ¡Defiéndete si no quieres que te aniquile a sangre fría!
                    —No hago esto por gusto —protestó Athelstane, levantando su poderosa

               hoja, sus ojos grises serios, pero sin revelar temor—. Los hombres dicen la




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