Page 94 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Por fin la alcanzaron, e hicieron una maniobra desesperada hasta que los

               guerreros morenos, incapaces ya de llegar hasta ellos desde todos lados, se
               retiraron para conseguir algo de espacio para respirar, dejando una montaña
               roja y destrozada en el umbral. En ese instante los dos saltaron de regreso al
               pasillo y, agarrando la gran puerta de bronce, la cerraron en las narices de los

               guerreros  que  saltaron  aullando  para  impedirlo.  Athelstane,  afirmando  sus
               fuertes  piernas,  la  contuvo  contra  sus  esfuerzos  combinados  hasta  que
               Turlogh tuvo tiempo de encontrar y correr el cerrojo.
                    —¡Thor!  —boqueó  el  sajón,  sacudiéndose  la  sangre  de  la  cara  en  una

               lluvia roja—. ¡Esto ha estado muy cerca! ¿Ahora qué, Turlogh?
                    —¡Por  el  pasillo,  rápido!  —replicó  el  gaélico—  ¡Antes  de  que  caigan
               sobre nosotros por ese lado y nos atrapen como ratas contra la puerta! ¡Por
               Satanás, la ciudad entera debe de estar revolucionada! ¡Escucha ese rugido!

                    En verdad, mientras corrían por el sombrío pasillo, les pareció que todo
               Bal-Sagoth  había  estallado  en  la  rebelión  y  en  la  guerra  civil.  Desde  todas
               partes  les  llegaba  el  entrechocar  del  acero,  los  gritos  de  hombres,  y  los
               chillidos de mujeres, ensombrecidos por un repugnante alarido. Un resplandor

               chillón surgió al extremo del pasillo, y mientras Turlogh, a la cabeza, rodeaba
               la  esquina  y  desembocaba  en  un  patio  abierto,  una  figura  indefinida  saltó
               sobre él y un arma pesada cayó con fuerza inesperada sobre su escudo, casi
               derribándole.  Pero  mientras  se  tambaleaba,  devolvió  el  golpe  y  el  pincho

               superior de su hacha se hundió bajo el corazón de su atacante, que cayó a sus
               pies. En el resplandor que lo iluminaba todo, Turlogh vio que su víctima se
               diferenciaba de los guerreros morenos que había estado combatiendo. Aquel
               hombre estaba desnudo, tenía músculos poderosos y era de un rojo cobrizo

               más  que  tostado.  La  pesada  mandíbula  bestial,  la  frente  baja  inclinada,  no
               mostraban nada de la inteligencia y el refinamiento del pueblo moreno, sino
               sólo  una  brutal  ferocidad.  Una  pesada  porra  de  guerra,  burdamente  tallada,
               yacía a su lado.

                    —¡Por Thor! —exclamó Athelstane—. ¡La ciudad arde!
                    Turlogh  miró  hacia  arriba.  Estaban  en  pie  sobre  una  especie  de  patio
               elevado desde el cual descendían unos anchos escalones que conducían hasta
               las  calles,  y  desde  aquel  punto  privilegiado  tenían  una  visión  clara  del

               espantoso  final  de  Bal-Sagoth.  Las  llamas  saltaban  enloquecidamente  cada
               vez más altas, empalideciendo la luna, y bajo el resplandor rojo unas figuras
               diminutas corrían de acá para allá, cayendo y muriendo como marionetas que
               bailaran al son de los Dioses Negros. A través del rugido de las llamas y el

               estrépito de las murallas que se desmoronaban, llegaban alaridos de muerte y




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