Page 90 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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rugido brotó de sus labios. Por encima del hombro del sajón, Turlogh vio una
visión delirante. Brunilda, reina de Bal-Sagoth, se retorcía indefensa en mitad
del aire, agarrada por la sombra negra de una pesadilla. Entonces, cuando la
sombra negra dirigió sus fríos ojos incandescentes hacia ellos, Turlogh vio
que era una criatura viviente. Se erguía, semejante a un hombre, sobre dos
patas como árboles, pero su contorno y su rostro no eran los de un hombre,
una bestia ni un diablo. Este, comprendió Turlogh, era el horror que incluso
Gothan había vacilado en desencadenar sobre sus enemigos; el archienemigo
que el sacerdote demoniaco había traído a la vida en sus cuevas ocultas del
horror. ¿Qué conocimientos repugnantes habían sido necesarios, qué
abominable mezcla de cosas humanas y bestiales junto con formas sin nombre
de los abismos exteriores de la oscuridad?
Sujeta como una niña de pecho, Brunilda se contorsionaba, los ojos
encendidos de horror, y cuando la Cosa apartó una mano deforme de su cuello
blanco para defenderse, un grito de terror desgarrador estalló en sus pálidos
labios. Athelstane, el primero que había entrado en la habitación, llevaba
ventaja sobre el gaélico. La figura negra se cernía sobre el sajón gigante,
empequeñeciéndole y eclipsándole, pero Athelstane, agarrando la
empuñadura con ambas manos, lanzó una estocada hacia arriba. La gran
espada se hundió hasta más de la mitad de su longitud en el negro cuerpo y
asomó de nuevo carmesí mientras el monstruo se tambaleaba. Estalló un caos
infernal de sonido, y los ecos del repugnante aullido reverberaron en todo el
palacio y ensordecieron a quienes lo oyeron. Turlogh entraba de un salto, con
el hacha levantada, cuando el demonio soltó a la muchacha y huyó dando
tumbos a través de la habitación, desapareciendo en una oscura abertura que
ahora se abría en la pared. Athelstane, enfebrecido, se lanzó en pos de él.
Turlogh hizo ademán de seguirle, pero Brunilda, tambaleándose, le echó
los blancos brazos alrededor, apresándole con tal fuerza que incluso a él le
costaba soltarse.
—¡No! —gritó ella, con los ojos inflamados de horror— ¡No los sigas por
ese espantoso pasillo! ¡Debe de conducir al Infierno mismo! ¡El sajón no
regresará! ¡No compartas su destino!
—¡Suéltame, mujer! —rugió Turlogh con frenesí, luchando por
desembarazarse de ella sin hacerle daño— ¡Puede que mi camarada esté
luchando por su vida!
—¡Espera hasta que llame a la guardia! —gritó, pero Turlogh se la quitó
de encima, y mientras saltaba a través del portal secreto, Brunilda golpeó el
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