Page 95 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
P. 95
chillidos de triunfo sangriento. La ciudad estaba infestada de diablos
desnudos con piel cobriza que quemaban, violaban y asesinaban en un
carnaval escarlata de locura.
¡Los hombres rojos de las islas! Habían descendido a millares sobre la Isla
de los Dioses durante la noche, y fuera el sigilo o la traición lo que les
permitiera superar las murallas, los camaradas nunca lo supieron, pero ahora
se habían lanzado a una orgía en las calles sembradas de cadáveres, saciando
su ansia de sangre con un holocausto y una masacre generalizada. No todas
las figuras destrozadas que yacían en las calles inundadas de carmesí eran
morenas; el pueblo de la ciudad condenada luchaba con valor desesperado,
pero superados en número y tomados por sorpresa, su valor era fútil. Los
hombres rojos eran como tigres sedientos de sangre.
—¡Contempla esto, Turlogh! —gritó Athelstane, la barba erizada, los ojos
incandescentes mientras la locura de la escena encendía una pasión semejante
en su propia alma feroz—. ¡El fin del mundo! ¡Lancémonos a lo más cruento
de la batalla y saciemos nuestros aceros antes de morir! ¿Por quién
lucharemos… por los rojos o por los morenos?
—¡Quieto! —replicó el gaélico—. Cualquiera de ellos nos abriría la
garganta. Debemos abrirnos camino hasta las puertas, y que el demonio se los
lleve a todos. Aquí no tenemos amigos. Sígueme… bajemos por estas
escaleras. Al otro lado de los tejados, en aquella dirección, veo el arco de una
puerta.
Los camaradas bajaron a saltos las escaleras, llegaron a la estrecha calle
más abajo y corrieron veloces por el camino que indicaba Turlogh. A su
alrededor oleaba la inundación roja de la matanza. Un humo espeso lo velaba
todo, y en la penumbra los grupos caóticos se mezclaban, debatiéndose y
desparramándose, llenando las losas destrozadas de formas sangrientas. Era
como una pesadilla en la que figuras demoniacas saltaban y hacían cabriolas,
asomando repentinamente en las tinieblas teñidas de fuego, y desapareciendo
igual de repentinamente. Las llamas a cada lado de las calles se tocaban unas
a otras, chamuscando el pelo de los guerreros mientras corrían. Los tejados se
desmoronaban con un trueno impresionante y las murallas se convertían en
ruinas que llenaba el aire de muerte. Los hombres atacaban ciegamente entre
el humo y los viajeros marinos los segaban sin saber si sus pieles eran
marrones o rojas.
Una nueva nota se elevó en el horror cataclísmico. Cegados por el humo,
desorientados por las calles tortuosas, los hombres rojos se vieron atrapados
en su propia trampa. El fuego es imparcial; puede quemar a quien lo prende
Página 95