Page 96 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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igual que a su supuesta víctima; y una pared que se desmorona es una pared

               ciega. Los hombres rojos abandonaron sus presas y corrieron aullando de aquí
               para  allá,  como  animales,  buscando  la  huida;  muchos,  al  descubrir  que  era
               inútil,  se  volvieron  en  una  última  e  irracional  tormenta  de  furia  como  se
               vuelve  un  tigre  ciego,  y  convirtieron  sus  últimos  momentos  de  vida  en  un

               estallido carmesí de matanza.
                    Turlogh,  con  el  infalible  sentido  de  la  orientación  que  adquieren  los
               hombres  que  viven  la  vida  del  lobo,  corría  hacia  el  lugar  donde  sabía  que
               había una puerta exterior; pero en los revoltijos de calles y bajo la pantalla de

               humo, las dudas le asaltaron. Desde la penumbra incendiada que tenía delante
               surgió  un  chillido  terrible.  Una  muchacha  desnuda  salió  dando  tumbos  a
               ciegas, y cayó a los pies de Turlogh, la sangre manando de su pecho mutilado.
               Un diablo aullante manchado de rojo, que le pisaba los talones, echó hacia

               atrás su cabeza y le cortó la garganta, una fracción de segundo antes de que el
               hacha de Turlogh arrancara la cabeza de sus hombros y la enviara sonriente y
               rodando  hacia  las  calles.  Y  en  aquel  instante  un  viento  repentino  apartó  el
               humo  ondulante  y  los  camaradas  vieron  el  portal  abierto  delante  de  ellos,

               cubierto  de  guerreros  rojos.  Un  grito  feroz,  una  acometida  arrolladora,  un
               instante de ferocidad volcánica que cubrió la puerta de cadáveres, y la habían
               atravesado y descendían por las pendientes hacia el bosque lejano y la playa
               que había más allá. Ante ellos el cielo se enrojecía con el alba; detrás de ellos

               se alzaba el estremecedor tumulto de la ciudad condenada.
                    Huyeron como criaturas perseguidas, buscando de vez en cuando un fugaz
               cobijo  en  las  numerosas  arboledas,  para  evitar  los  grupos  de  salvajes  que
               corrían hacia la ciudad. La isla entera parecía estar infestada de ellos; los jefes

               debían de haber reclutado a todas las islas en cientos de millas a la redonda
               para  una  incursión  de  semejante  magnitud.  Por  último,  los  camaradas
               alcanzaron  la  franja  del  bosque,  y  respiraron  profundamente  al  llegar  a  la
               playa y descubrir que estaba abandonada excepto por cierto número de canoas

               de guerra decoradas con calaveras.
                    Athelstane se sentó y tomó aliento, jadeante.
                    —¡Sangre  de  Thor!  ¿Ahora  qué?  ¿Qué  podemos  hacer  excepto
               escondernos en estos bosques hasta que esos diablos rojos nos encuentren?

                    —Ayúdame a botar esta lancha —replicó Turlogh—. Nos arriesgaremos
               en el mar abierto…
                    —¡Mira!  —Athelstane  se  irguió,  señalando  con  el  dedo—  ¡Sangre  de
               Thor, un barco!







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