Page 97 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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El sol estaba saliendo, refulgía como una gran moneda dorada sobre el

               horizonte  marino.  Y  pintado  sobre  el  sol  navegaba  un  bajel  alto  de  popa
               elevada.  Los  camaradas  saltaron  a  la  canoa  más  próxima,  empujaron  y
               remaron como locos, gritando y agitando los remos para llamar la atención de
               la tripulación. Músculos poderosos impulsaron la nave larga y delgada con

               increíble  velocidad,  y  no  tardaron  mucho  en  conseguir  que  el  barco  se
               detuviera y les permitiera acercarse. Hombres de rostros oscuros, vestidos con
               cota de malla, miraban sobre la borda.
                    —Españoles —murmuró Athelstane—. ¡Si me reconocen, más me valdrá

               haberme quedado perdido en la isla!
                    Pero  ascendió  por  la  cadena  sin  titubear,  y  los  dos  vagabundos  se
               enfrentaron al hombre de rostro sombrío cuya armadura era la de un caballero
               de  Asturias.  Les  habló  en  español  y  Turlogh  le  contestó,  pues  el  gaélico,

               como  muchos  de  su  raza,  tenía  facilidad  natural  para  los  idiomas  y  había
               recorrido mucho mundo y hablado en muchas lenguas. En pocas palabras el
               dalcasiano les contó su historia y explicó la gran columna de humo que se
               elevaba en el aire de la mañana desde la isla.

                    —Dile que el rescate de un rey está disponible para quien se lo lleve —
               terció Athelstane—. Háblale de las puertas de plata, Turlogh.
                    Pero cuando el gaélico habló del enorme botín de la ciudad condenada, el
               comandante agitó la cabeza.

                    —Mi buen señor, no tenemos tiempo para hacernos con él, ni hombres
               que perder en tomarlo. Esos demonios rojos que describís no cederían nada,
               aunque  les  fuera  inútil,  sin  presentar  feroz  batalla,  y  ni  mi  tiempo  ni  mis
               fuerzas me pertenecen. Soy Don Rodrigo Cortés de Castilla y este barco, El

               Franciscano, forma parte de una flota que partió para hostigar a los corsarios
               moriscos. Hace unos días nos separamos del resto de la flota en una refriega
               marina y la tempestad nos alejó de nuestro rumbo. En estos momentos, nos
               esforzamos por reunimos con la flota en caso de que podamos encontrarla; si

               no, hostigaremos a los infieles lo mejor que podamos. Servimos a Dios y al
               rey y no podemos detenernos por el simple lucro, como sugerís. Pero os doy
               la bienvenida a bordo de este barco; tenemos necesidad de guerreros como
               vosotros parecéis ser. Si os unís a nosotros y lucháis por la cristiandad contra

               los musulmanes, no os arrepentiréis.
                    En la nariz estrecha y los profundos ojos oscuros, al igual que en su enjuta
               cara  ascética,  Turlogh  percibió  al  hidalgo  fanático,  intachable,  al  caballero
               errante. Habló con Athelstane:







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