Page 93 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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la rapidez y la magnitud de los últimos acontecimientos, eran como lobos
enfurecidos, preparados para barrer todas sus dudas y miedos en un estallido
de sangre. Gelka brincó sobre Turlogh, con el hacha relampagueando, y un
cuchillo en la mano de uno de los fieles mordió la espalda de Zomar. Turlogh
no había entendido el grito, pero comprendió que el ambiente estaba cargado
de peligro para Athelstane y para él. Recibió el salto de Gelka con un golpe
que atravesó las plumas ondulantes y el cráneo debajo de ellas, y luego media
docena de lanzas se rompieron sobre su escudo y un torrente de cuerpos le
arrastró contra una gran columna cercana. Entonces Athelstane, que, lento de
reflejos, se había quedado con la boca abierta durante el relampagueante
segundo en que había sucedido todo aquello, despertó en un estallido de furia
impresionante. Con un rugido ensordecedor, agitó su enorme espada en un
arco poderoso. La hoja silbante cortó una cabeza, atravesó un torso y se
hundió en una columna vertebral. Los tres cadáveres cayeron el uno encima
del otro, e incluso en la locura de la contienda, los hombres gritaron
admirados por aquel único golpe.
Pero como una oleada de furia ciega y oscura, el pueblo enloquecido de
Bal-Sagoth arrolló a sus enemigos. Los guardias de la reina muerta, atrapados
en la corriente, murieron hasta el último sin tener la oportunidad de dar un
solo golpe. Pero derrotar a los dos guerreros blancos no era una tarea tan fácil.
Espalda contra espalda, aplastaban y golpeaban por doquier; la espada de
Athelstane era un trueno de muerte; el hacha de Turlogh era un relámpago.
Cercados por un mar de rostros morenos rugientes y por el acero destelleante,
se abrieron camino lentamente hacia una puerta. La masa misma de los
atacantes estorbaba a los guerreros de Bal-Sagoth, ya que no tenían espacio
para dirigir sus golpes, mientras que las armas de los marinos mantenían un
círculo sangriento despejado delante de ellos.
Amontonando una repugnante hilera de cadáveres mientras avanzaban, los
camaradas se abrieron camino lentamente a través del rugiente tropel. El
Templo de la Oscuridad, testigo de muchos actos sangrientos, se inundó de
sangre derramada como sacrificio rojo a sus dioses destruidos. Las armas
pesadas de los guerreros blancos provocaron una espantosa carnicería entre
sus enemigos desnudos de miembros más ligeros, mientras que su armadura
protegía sus propias vidas. Pero tenían los brazos, piernas y rostros cortados y
desgarrados por el acero que volaba frenético, y parecía que la simple fuerza
del número de sus enemigos los abrumaría antes de que pudieran alcanzar la
puerta.
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