Page 88 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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dando tumbos hacia él, y desde debajo de sus cejas protuberantes, pequeños
ojos enrojecidos refulgían diabólicamente. Pero había algo humano en su
semblante; no era ni simio ni hombre, sino una criatura antinatural
horriblemente compuesta de ambos elementos.
La atroz aparición se detuvo ante él, y mientras los dedos retorcidos
apretaban su garganta, Turlogh fue repentina y espantosamente consciente de
que aquello no era un sueño, sino una infernal realidad. Con un esfuerzo
desesperado rompió las cadenas invisibles que le retenían y se arrojó de la
silla. Los dedos cerrados soltaron su garganta, pero a pesar de lo rápido que
fue, no pudo evitar la repentina embestida de aquellos brazos peludos, y al
momento siguiente estaba tumbado sobre el suelo, enzarzado en una presa
mortal con el monstruo, cuyos nervios parecían de acero flexible.
La espantosa batalla se libró en silencio, excepto por el siseo de la
respiración jadeante. El antebrazo izquierdo de Turlogh se apretó contra el
mentón simiesco, apartando las espeluznantes fauces de su garganta,
alrededor de la cual los dedos del monstruo se habían apretado. Athelstane
todavía dormía en su silla, con la cabeza caída hacia delante. Turlogh intentó
llamarle, pero las manos estranguladoras le habían privado de la voz y estaban
ahogando rápidamente su vida. La habitación se sumergió en una bruma roja
ante sus ojos dilatados. Su mano derecha, apretada hasta convertirse en un
mazo de hierro, machacó desesperadamente la espantosa cara que se inclinaba
hacia la suya; los dientes bestiales se hicieron añicos bajo sus golpes y la
sangre saltó salpicándole, pero los ojos rojos siguieron sonriendo y los dedos
afilados se hundieron cada vez más hondos hasta que un campanilleo en los
oídos de Turlogh tocó a rebato por la partida de su alma.
Mientras se hundía en la semiinconsciencia, su mano cayó y golpeó algo
que su aturdido cerebro, en su ansia de lucha, reconoció como el puñal que
Athelstane había dejado caer al suelo. Ciegamente, con un gesto moribundo,
Turlogh atacó y sintió cómo los dedos se aflojaban de repente. Al notar el
regreso de la vida y la fuerza, se irguió de nuevo, dejando a su asaltante
debajo de sí. A través de una neblina roja que lentamente se dispersaba,
Turlogh Dubh vio al hombre-mono, ahora cubierto de carmesí, retorciéndose
debajo de él, y hundió el puñal a fondo, hasta que el horror brutal se quedó
inmóvil con los ojos abiertos.
El gaélico se puso en pie tambaleante, mareado y jadeante, con todos los
miembros temblando. Tomó grandes bocanadas de aire y su aturdimiento
desapareció poco a poco. La sangre manaba abundante de las heridas de su
garganta. Observó con asombro que el sajón seguía durmiendo.
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