Page 84 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Los  ojos  de  Athelstane  refulgían  con  sencillo  deleite  ante  aquella

               llamarada de magnificencia pagana, pero para el guerrero de pelo negro del
               oeste, parecía que incluso en el clamor más fuerte del triunfo, la trompeta, el
               tambor y los gritos se desvanecían en el polvo olvidado y el silencio de la
               eternidad. Los reinos y los imperios se desvanecen como la niebla del mar,

               pensó Turlogh; la gente grita y triunfa, pero incluso en el jolgorio del festín de
               Baltasar, los medas derribaron las puertas de Babilonia. En aquellos mismos
               instantes, la sombra de la ruina pendía sobre la ciudad y las lentas mareas del
               olvido lamían los pies de aquella raza desprevenida. Así que Turlogh O’Brien

               caminó  junto  al  palanquín  de  un  humor  extraño,  y  le  pareció  que  él  y
               Athelstane  recorrían  una  ciudad  muerta,  a  través  de  tropeles  de  fantasmas
               oscuros, que vitoreaban a una reina fantasma.


                                              3. LA CAÍDA DE LOS DIOSES


                    La  noche  había  caído  sobre  la  antigua  ciudad  de  Bal-Sagoth.  Turlogh,

               Athelstane y Brunilda se sentaban solos en una habitación del palacio interior.
               La  reina  estaba  medio  reclinada  sobre  un  diván  de  seda,  mientras  que  los
               hombres se sentaban en sillas de caoba, enfrascados en las viandas que las
               esclavas  habían  servido  sobre  platos  dorados.  Las  paredes  de  aquella

               habitación, como las de todo el palacio, eran de mármol, con volutas doradas.
               El techo era de lapislázuli y el suelo de baldosas de mármol entarimadas de
               plata.  Pesados  colgantes  de  terciopelo  y  cojines  de  seda  decoraban  las
               paredes;  divanes  ricamente  labrados  y  sillas  y  mesas  de  caoba  llenaban  la

               habitación en profusión desordenada.
                    —Daría mucho por un cuerno de cerveza, pero este vino no es malo al
               paladar —dijo Athelstane, vaciando un jarro dorado con deleite—. Brunilda,
               nos  has  engañado.  Nos  hiciste  creer  que  habría  que  luchar  duramente  para

               recuperar  tu  corona,  pero  he  dado  un  único  golpe  y  mi  espada  está  tan
               sedienta como el hacha de Turlogh, que no ha bebido nada. Llamamos a las
               puertas y la gente se hincó de rodillas y golpeó la cabeza contra el suelo ante
               ti…  ¡Por  Thor,  nunca  había  oído  semejante  parloteo  y  una  cháchara  tan

               incomprensible! Todavía me zumban los oídos… ¿qué estaban diciendo? ¿Y
               dónde está ese viejo conspirador de Gothan?
                    —Tu espada beberá, sajón —contestó la muchacha tétricamente, dejando
               descansar el mentón sobre las manos y observando a los guerreros con ojos

               profundos y melancólicos—. Si estuvieras acostumbrado a jugarte ciudades y
               coronas como yo lo estoy, sabrías que hacerse con un trono puede ser más
               fácil  que  conservarlo.  Nuestra  aparición  repentina  con  la  cabeza  del  dios-



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